Rechazo generalizado
La falta de alternativa y una mala gestión política explican la oposición a la reforma de las pensiones
El anteproyecto de reforma del sistema de pensiones aprobado el viernes está marcado sin remedio por una preparación política muy deficiente y una explicación a la ciudadanía que prácticamente no ha existido. Es evidente que el sistema español de pensiones tiene que ser reformado (con independencia de que lo exija con mayor o menor severidad la Comisión Europea) porque están fallando los dos pilares básicos del mismo, a saber, la relación entre pensionistas y cotizantes, en constante deterioro, y la vida media de los españoles después de la jubilación. Ambas circunstancias, al margen del desempleo generado por la crisis, ponen en peligro la viabilidad del sistema de reparto a medio plazo.
Los sindicatos y los empresarios representados en el Consejo Económico y Social (CES) han rechazado el anteproyecto, basado en el dictamen de una comisión de expertos, sobre la base de que el nuevo sistema corregido impondrá a los pensionistas pérdidas importantes de poder adquisitivo, debido fundamentalmente a que desvincula la actualización anual de las pensiones del IPC y lo sustituye por una fórmula probablemente arbitraria (actualización mínima del 0,25% durante los años de crisis y techo del IPC más el 0,25% durante los prósperos). El argumento del CES es correcto, claro, pero es que en ausencia de un flujo de ingresos creciente o compensado por vías presupuestarias, la pérdida de poder adquisitivo es inevitable.
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Y es aquí donde aparece la debilidad política de la reforma del Gobierno. En vez de encargar un informe a un grupo cerrado de expertos —informe que no es desdeñable, aunque su texto resulte poco didáctico— debería haber orquestado un debate público, abierto, quizá con un Libro Blanco que recogiera la opinión mayoritaria de la sociedad; y tendría que haber instado, también con fines didácticos, respuestas a cuestiones básicas como las posibilidades reales de elevar los ingresos del sistema, aunque fuera para descartarlas por sus consecuencias sobre el empleo, o explorar la vía de la aportación presupuestaria.
Así que el Gobierno se encuentra con una repulsa social cerrada —los empresarios se han unido, en el CES, al rechazo del proyecto—, a la oposición política en contra y a la ciudadanía en actitud de rechazo; hay que explicar las cosas muy bien para que se entienda que las pensiones, aunque respondan a la lógica de un sistema de reparto, van a perder poder adquisitivo en una cuantía sustancial mientras se inyectan miles de millones a un sistema financiero que no acaba de restablecer el crédito.
Incluso, como respuesta temerosa al rechazo del anteproyecto, se pretende sondear la hipótesis de elevar los ingresos propios mediante una subida de las bases máximas de cotización. Una rectificación sobre la que el Gobierno debería reflexionar y calcular mucho. Porque en las bases máximas es donde se advierte la distancia máxima entre lo aportado al sistema y lo percibido como pensión. Y, en todo caso, probablemente tampoco generaría los recursos suficientes para tapar la brecha.
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