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Análisis
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El Estado es su jefe abrazando a las víctimas

Los ciudadanos enarbolamos la indignación cuando encontramos finalmente a una autoridad que nos pregunta

El rey Felipe abraza a un hombre en Paiporta este domingo.
El rey Felipe abraza a un hombre en Paiporta este domingo.Albert Garcia
Xavier Vidal-Folch

El jefe del Estado llama a los que le abuchean; y vienen. Escucha a los chavales indignados, que protestan porque “se sabía” lo que venía “y nadie ha hecho nada por evitarlo”, los avisos no les llegaron. En actitud de alerta serena, se les acerca y debate con ellos dispensando tiempo, sin límite. Ahora les da la paz en gesto insólito, apretándoles los hombros, un abrazo sobrio, pero intenso. No rehúye el envite, aplana a los escoltas, aunque hay riesgo, para la imagen de las instituciones: sobre todo de la que él encarna. También para su integridad física, porque entre los que claman justicia y afecto se han colado algunos ultras violentos: vociferan “asesinos”, lanzan palos a la comitiva.

¿Peligro? Ese agitado convoy en las calles enlodadas debía ser controlable, pues la gran mayoría irritada era pacífica: incrustada, eso sí, de algún experto en convertir la protesta en desorden. En esencia, un clamor de gentes devastadas y abandonadas, pues se avienen a escuchar a quien sí ejerce responsabilidad, aunque no sea el responsable. Felipe se gana en minutos no solo el sueldo, sino el reinado: ha sabido distinguir riesgo encauzable de peligro irreversible, y al afrontarlo, sin escudos, ha ofrecido equilibrio. Ha ganado quizá más, el derecho a ser nombrado simple, amicalmente, por su nombre de pila y sin número de orden, como un predecesor, al que en sus momentos álgidos todos llamaban Juan Carlos. O simplemente, el Rey. Y otro tanto Letizia, con emoción, minutos más tarde.

El tenso episodio de otra mañana valenciana triste, cuando empezaba a apuntar una mejora en las calles, los suministros básicos, casi la luz al final de un túnel de desgracias, tiene que ser útil. Para dar voz e imagen a una desesperación colectiva que se cuenta por centenares de pérdidas en vidas humanas. Expresarse libera, reconforta, desahoga. Para demostrar otra vez lo que tantas veces ocurre: los ciudadanos enarbolamos la indignación justo cuando empezamos a atisbar que las razonadas causas de la misma empiezan a enderezarse, y justo cuando se nos tercia encontrar finalmente a una autoridad que con su presencia nos pregunta. Como recuerdo a todos los gobernantes de que en situaciones de emergencia tan o más importante que el qué es el cómo. Por ejemplo, la velocidad en afrontar los reveses.

Muchos nos comprometimos con nosotros mismos a no elevar críticas prematuras --salvo la insistencia en reclamar urgencia en las respuestas-- hasta que todos los que perdieron sus vidas encontraran descanso digno. Por respeto al sufrimiento. Pero esta protesta habla por todos, y para todos. Para quienes no avisaron a tiempo del desastre cuando ya estaban advertidos del mismo. Para quienes no imprimieron suficiente velocidad a los remedios. Para quienes organizaron esta visita sin prever el factor sorpresa de los que pugnaron por pervertir la protesta. Nos queda la excelente calidad humana del pueblo valenciano, en la resistencia, en el esfuerzo y en la solidaridad: ninguna resignación. La rebeldía social justa ―nunca la rebelión antidemocrática― es signo de vida. Y encauzarla con entereza, tarea primordial de un régimen de libertad.

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