La calumnia
Somos dados todos a contribuir a la marcha de la sospecha. Caemos en la tentación, suspiramos un rumor, le damos forma
No conocí a Manuel Rico Lara, magistrado jubilado que murió de repente el último fin de semana en la sierra de Huelva, donde vivía con su hija Ana. La crónica de su muerte (firmada por Raúl Limón, en EL PAÍS del último martes) señala que hace años Rico Lara fue víctima de una calumnia de la que lo alivió una sentencia judicial en 1998. Alguien lo había metido en el saco de los sospechosos en el tristemente célebre caso Arny, que implicaba a presuntos pederastas.
Rico Lara era ahora (lo ponía en el membrete de una carta que me envió en agosto) “magistrado jubilado” que había gozado de mucho prestigio en los sitios (algunos muy complicados) en los que sirvió como funcionario público, dictando sentencias, ejerciendo su oficio como un buen demócrata. Era escritor y pintor. La vida le mandó aquel trago: esa calumnia tenía las patas cortas, pero la flecha lo apuntó al corazón, y ahí se quedó su efecto, como una herida que lo acompañó hasta que se hizo triste la noche y ya fue absolutamente la noche. Le partieron la vida, le quitaron lo mejor del porvenir, la paz; de la evidente nobleza de lo que hizo se pasó a la sospecha y a la suspicacia: ¿de verdad fue tan bueno en lo que hizo? Y ya siguió montándose uno encima de otro el mal de ojo. Lo peor de todo eso es la herida que deja, no solo el viscoso regocijo de los que se ponen a mirar como espectadores felices de que el mal le caiga al otro.
La calumnia tiene eso: el que la dispara cree que desdiciéndose ya se lava el efecto, como quien quita una mancha. No se borra la maledicencia, persiste, es un soplo de aire pútrido cuyo olor engaña. Y somos muy dados todos a contribuir a la mancha de la sospecha. Caemos en esa misma tentación, suspiramos un rumor, le damos forma, lo cuchicheamos al oído del otro, permitimos con gusto que circule y así se va montando el carnaval de la burla hasta que alguien lo convierte en una piedra y lo arroja para hacer daño. El daño luego se aloja en la víctima y la caterva provecta de los que lo han alentado se queda mirando para otro sitio, yo no he sido, yo me lavo las manos.
Hay víctimas de la calumnia que han arrastrado y arrastran el perjuicio como parte del alma y, por tanto, como parte de su cara. Él, me dicen, tenía arrestos, lo fue superando, pero adentro estaba esa mezcla tremenda de la perplejidad y el susto: ¿por qué a mí, quién me eligió para ser derrotado? La calumnia tiene esa aspiración: destrozar a la persona contra la que va. No es cierto que el tiempo lo cure todo; el tiempo cura a los otros, porque existe el olvido. Nos olvidamos de los que han sufrido la calumnia, pero la calumnia ya hizo su efecto. A la víctima le es imposible el olvido.
Cuando recibí esa carta escrita por él el último 18 de agosto, firmada por “Manuel Rico Lara. Magistrado jubilado”, sentí que, en efecto, un funcionario que ya estaba en el retiro me escribía sin más, para evocar su encuentro (“entre 1973 y 1975”) con don Julio Caro Baroja en Itxea. Me hablaba de su fidelidad a los Baroja “en aquellos tiempos, dolorosos por la represión y plenos de esperanza”. Mi memoria no reconoció en ese nombre a aquel funcionario calumniado. Cuando vi la necrológica, asocié finalmente su firmar a la del Rico Lara herido aquella vez por la calumnia. Que me hubiera olvidado de la principal de sus heridas era quizá una manera civil de despreciar a los que levantaron sobre él aquella amarga sospecha.
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