Moraleja de un camión de salchichas
Koldo Royo plantea otra clase de triunfo: el de disfrutar haciendo cosas simples pero dignas fuera de circuito.
No soy la persona más original del mundo en esto, pero me encantan las historias de gente que va a contracorriente. Mis preferidas son las que incluyen un pequeño corte de mangas a lo establecido, un aparente estar de vuelta de todo y un decidido pasar del qué dirán. Envidio de manera ponzoñosa a esas personas, seguramente por mi incapacidad para comportarme como ellas.
La historia de Koldo Royo pertenece a esa categoría. De chef con estrella Michelin a vender perritos calientes en una camioneta, rezaba el titular con el que mi web de noticias insólitas favorita (ABC.es) reciclaba una noticia de otro medio (Actualidad Gastronómica) sobre la nueva aventura profesional del chef vasco en Mallorca. Cuando lo leí, me quedé un tanto picueto: la crisis golpea tan duro que la cocina española empieza a tener sus Nadiuskas, sus Polis Díaz y sus Joes Rígoli, pensé. Sin embargo, al leer el texto completo comprendí que Royo no se hallaba en la indigencia ni estaba vendiendo salchichas como quien pasa caballo en la Cañada Real. Al contrario.
El cocinero, que cuenta en su currículum con varios programas de cocina en televisión, la mejor clasificación de un español en el Bocuse d'Or (4º) y un restaurante en Palma al que iban los Reyes y buena parte del famoseo veraniego de la isla, dice estar más feliz que una perdiz en El Perrito Cervecero (gran nombre). En esta suerte de puesto de comida ambulante, aposentado en uno de los lugares menos exclusivos y glamurosos del planeta —la salida de un Makro—, factura hot dogs, hamburguesas y otros platos de comida rápida. Koldo pretende acercar al pueblo una versión refinada de todos ellos: su “perrito cordobés”, por ejemplo, lleva habitas confitadas y romesco, mientras que la burger es de Black Angus, raza bovina escocesa entre las selectas carnes rojas.
No sé hasta que punto el donostiarra se habrá visto obligado a abrir un negocio así por la desigual fortuna económica de sus anteriores empresas, pero no me importa demasiado. Lo que me gusta es la moraleja de su cuento. En un universo como el suyo, en el que el baremo del éxito suelen ser los kilos de foie que pasan por tu cocina, Royo plantea otra clase de triunfo: el de disfrutar haciendo cosas simples pero dignas fuera de circuito. Sin un ápice de la vergüenza que sentiría buena parte de sus colegas chefs en la misma tesitura. Y con la valentía del que pone sus decisiones vitales por encima de las opiniones ajenas.
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