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DON DE GENTES
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un rancio, por favor

Lo que le funcionó a Tierno fue su condición de personaje anacrónico, su aire gris en un universo lleno de colorinchis

Elvira Lindo

Del que fuera alcalde de Madrid Tierno Galván se decía que aquella imagen de viejo bondadoso y poco amigo de las ambiciones humanas era una actitud meditada que él mismo se había confeccionado a medida para conquistar multitudes. Que ni era tan viejo (aunque lo pareciera desde joven), ni bondadoso (había saldado con frialdad sus deudas con el pasado), ni aquel tono de humildad correspondía a su verdadero ser. Los que le narraron después de muerto cuentan que don Enrique se calzaba el terno gris con el que aparecía en público como Clark Kent se ponía el traje de Superman, y que, puesto el disfraz, ya estaba hecho el personaje. Lo cierto es que cuando uno representa un personaje durante tantos años, acaba pareciéndose a su ficción, de tal manera que si Tierno no era exactamente aquel bonachón, acabó siéndolo más de lo que su naturaleza le dictaba. Yo no lo sé, hablo de oídas y de leídas, aunque tuve la oportunidad de entrevistarle varias veces y sí creí intuir (a pesar de mi inexperiencia) que el hombre adusto mostraba a otro hombre más entrañable del que era realmente. No me parece mala cosa. Ojalá todas las personas públicas se vieran forzadas a limar sus aristas cuando hacen acto de presencia.

Lo que le funcionó a Tierno fue su condición de personaje anacrónico, su aire rancio y definitivamente gris en un universo, como el madrileño, que se había llenado de colorinchis. Fue como un santo vestido de gris, que siempre caía del cielo de pie, en un concierto punk, en un mercado o al lado de la teta de Susana Estrada. Fue una asombrosa invención, desde luego: alguien que en vez de empatizar con la gente sirviéndose de unas dotes camaleónicas, al estilo Zelig, conseguía ser respetado a fuerza de diferenciarse estéticamente de casi cualquier persona que se moviera por la calle en aquel Madrid algo grotesco.

¿Qué importa que fuera o no verdad el personaje del cuento? Su estilo caló, y le respetó hasta la derecha por aquello de que tenía pinta de haber comulgado antes de pisar el ayuntamiento. Visto con el tiempo, aquella anacronía de Tierno Galván se agradece. Hoy da la impresión de que muchos políticos se pasan la vida haciendo esfuerzos por aparentar una modernidad que les acerque a ese electorado joven al que hay que halagar más que a cualquier otro sector de la población. Pero estoy convencida, por aquello que presiento en mis devaneos callejeros, de por dónde se mueven los nuevos anhelos culturales. Y aquí hace falta un rancio.

Muchos políticos se pasan la vida haciendo esfuerzos por aparentar una modernidad que les acerque al voto joven

Que la sociedad está pidiendo a gritos un rancio, o una rancia. Un rancio que con convencimiento y sin ira afirme que no tuitea porque no tiene tiempo. Pero sin hacer discursos en pro o en contra de las redes sociales. No, un rancio de verdad no pierde energía en dar explicaciones. Un rancio dice, por ejemplo, que si está en un debate en el Congreso, la comunicación cibernética le distrae de lo suyo. Y punto. Un rancio, sí, en grado sumo, que diga que él deja el manejo de su imagen a los periodistas del gabinete, que saben del asunto. Un rancio que afirme que hace falta un ingenio o un talento nietzscheano para saber expresarse en 140 caracteres y que él no lo posee. Que tampoco tiene tiempo de interactuar con sus seguidores y que teme meter la pata y que le fundan.

Un rancio que asegure que el tiempo libre no quiere usarlo para seguir comunicado con sus posibles votantes, sino para alimentar su espíritu. Un rancio tan rancio que tenga por norma verse tres o cuatro películas al mes para saber de qué va la cosa y aún se reserve un tiempo para leerse tres o cuatro libros a fin de hacerse una idea de por dónde van los tiros. Obviamente, por puro placer, no porque tenga que comunicar su actividad cultural inmediatamente en Facebook con una foto demostrativa. Un rancio, buscamos, al que se le presuma algún vicio —cierta glotonería, una afición desmedida al dulce, por no hablar del tabaco y el alcohol, que siempre están en la lista— y esas aficiones deportivas que siempre dan color a la imagen de un político, como jugar a la brisca o al póquer. Sedentarismo de montaña, como máximo. Un rancio contemplativo.

Lo que le funcionó a Tierno fue su condición de personaje anacrónico, su aire rancio y definitivamente gris

Siento que hay algo en el ambiente que presiente la necesidad de ese rancio, que hay un clamor (aunque sordo) de ciudadanos que están a la espera de alguien que tenga algo de autenticidad, un poso, una personalidad tan marcada que no le haga falta echar mano de las muletillas de jerga que trufan el discurso político. Un rancio que hable como las personas de la calle que están bien formadas, no que hable como sus colegas, que se exprese con sus propias palabras. En estos momentos sería algo impactante. Hay muchos rancios que se me vienen a la cabeza y que responden a este somero retrato robot que aquí he esbozado: están en el mundo de la ciencia a puñados, en el de la música (clásica), del ensayo, incluso en la literatura, donde, aunque también cunde el virus de la modernitis, hay algunos rancios aceptables; pero por alguna razón ninguno ha decidido encaminar sus pasos hacia la política, y menos que habrá si se presenta como una profesión en la que hay que estar departiendo con los electores veinticuatro horas al día.

Yo estoy segura de que si ahora mismo viniera aquí un rancio en condiciones, se quedaba con el público.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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