Pidamos todo lo posible
Los políticos proponen objetivos que son incompatibles y los ciudadanos les creen
Es difícil saber cuántas buenas ideas hay en política. En su último ensayo publicado en la New York Review of Books, en 1998, Isaiah Berlin aseguraba no saber si eran 74, 122 o 26, pero estaba convencido de que había bastantes. La mala noticia, decía Berlin, es que aunque una sociedad pueda vivir con un amplio número de ideas políticas y morales que tienen razón de ser, son buenas por sí mismas y pueden manejarse mediante la negociación, muchas de esas ideas son incompatibles y no pueden llevarse a cabo al mismo tiempo. Por traerlo a la actualidad española, podríamos decir que sería un estupendo bien que se subieran las pensiones y se expandiera el Estado de bienestar; pero también sería un bien deseable que se bajaran los impuestos a la clase media y no legáramos un montón de deuda a nuestros hijos. Lamentablemente, al menos en este momento, esos dos bienes parecen incompatibles, y los políticos deben optar por uno o por otro; o, como en realidad casi siempre acaban haciendo, por un híbrido de los dos. Los ciudadanos que percibimos que el bien al que aspirábamos no ha sido el escogido, nos irritamos y seguimos peleando democráticamente porque, en el futuro, sea el que venza.
Sin embargo, aunque la democracia sea el único sistema político que permite esta tolerancia y esta competencia deseables, no tiene ni puede tener un funcionamiento perfecto. Desde el principio de las formas democráticas, y quizá en mayor grado desde que estas son un espectáculo mediático, buena parte de la tarea de los políticos ha consistido en ocultar esta incompatibilidad entre bienes que son deseables. Los partidos con aspiraciones a gobernar o gobernantes prometen en sus programas electorales, en su retórica parlamentaria y en sus comparecencias que todos los bienes son alcanzables al mismo tiempo: se rescatarán grandes empresas con dinero público sin que el contribuyente pague nada, disminuirá el desempleo sin que aumente la inflación, los impuestos suben, pero eso es para aumentar la capacidad de decisión económica de los ciudadanos. Todo lo bueno, dicen sus estrategias de comunicación, pero probablemente también su genuino instinto de satisfacer a los votantes, sucederá si se tiene la paciencia necesaria.
No sé si fueron los ciudadanos quienes siempre estuvieron dispuestos a creer en este cuento de hadas y eso obligó a los partidos a adaptar su lenguaje a él, o si sucedió al revés, y los políticos supieron desde el principio de los tiempos que el engaño funciona y los ciudadanos asintieron. Pero sea como sea, el hecho es que la ocultación de la incompatibilidad entre bienes absolutos ha tenido éxito, y ha hecho que las expectativas ciudadanas en la política sean desmesuradas y que la convicción por parte de los votantes de que no hay problema que no tenga solución política domine hoy el debate público. Con frecuencia se considera que algunas penalidades persisten solo porque no existe “voluntad política” para subsanarlas; que el “acuerdo entre partidos” bastaría para solventar obstáculos graves; que “si los políticos quisieran” nada se interpondría entre la prosperidad y nosotros.
Deberíamos ser más exigentes con las élites y hacerles pagar sus errores
Naturalmente, muchos de nuestros problemas tienen un origen político y solo políticamente pueden solucionarse, pero muchos otros —de los demográficos a los morales, de los identitarios a los de consumo— solo podría arreglarlos un gobierno de mujeres y hombres omnipotentes. Muchos problemas, tristemente, no tienen solución en el presente y no hay más remedio que chutarlos hacia adelante, como una lata en un camino, con la esperanza de que en el futuro sepamos qué hacer con ellos.
En su magnífico y esclarecedor libro The End of Power, Moisés Naím señala que los Gobiernos son en realidad menos poderosos de lo que los ciudadanos creen. Su poder para influir en la realidad es menor del percibido, y los propios dirigentes se sorprenden con frecuencia de la solo relativa capacidad que tienen para implantar su —discutible— idea del bien común. A causa de ello, como afirma Naím, “las expectativas de la gente crecen mucho más rápido que la capacidad de cualquier Gobierno para satisfacerlas”. Sin embargo, la propia lógica de nuestra política hace impensable que este hecho sea reconocido y reconducido. Los votantes lo queremos todo, los políticos se ofrecen a dárnoslo (¿cómo, si no, iban a conseguir nuestro voto?). Acabamos todos decepcionados o algo peor.
Esto no es ni mucho menos una invitación a cruzarnos de brazos mientras nuestras élites meten la pata una y otra vez. De hecho, deberíamos ser mucho más exigentes con ellas y obligarles a pagar por sus errores. Pero tal vez valdría la pena que los ciudadanos, mientras insistimos justamente en la necesidad de mejoras, tuviéramos en mente que no todas las cosas que deseamos —créditos para todos pero bancos sólidos, individualismo despreocupado pero con una gran red de protección pública, exigencia de igualdad pero búsqueda constante de privilegios para uno— son compatibles y a veces ni siquiera posibles. Quererlo todo, y esperar que nos sea dado por una élite a la que despreciamos y exigimos el paraíso al mismo tiempo, no conduce más que a una insatisfacción poco útil. Descartados los milagros, examinemos la realidad y pidámosle todo lo que puede darnos. Todo. Pero no creamos a quien ofrece además lo imposible.
Ramón González Férriz es editor en España de la revista Letras Libres y autor de La revolución divertida (Debate, 2012).
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