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El lado salvaje de un hombre corriente

Walter White, el papel protagonista de la aclamada serie ‘Breaking bad’, ha dado a Bryan Cranston fama, premios y más trabajo Ante el estreno de la última temporada en Estados Unidos, cara a cara se muestra reservado. Prefiere parecer un sencillo cabeza de familia El actor más malvado de la televisión desvela aquí su otro yo

Cranston, caracterizado como Walter White, junto a su familia en la ficción en ‘Breaking bad’.
Cranston, caracterizado como Walter White, junto a su familia en la ficción en ‘Breaking bad’. DAVID LIVINGSTON

Hay personajes que se te quedan en la piel. A Bryan Cranston, literalmente. Y existen series que son imborrables. Llevó su tiempo, y hoy Breaking bad es una de ellas. La crítica fue buena desde un principio, pero apenas contaba con el millón de espectadores en Estados Unidos. En su quinta temporada, esta joya nacida de la mente de Vince Gilligan cuadruplicó su audiencia y se situó entre las series de culto de la nueva edad de oro de la televisión, con Los Soprano y The wire. Y todo eso sin prolongarse más de lo necesario: ahora que todos quieren una nueva dosis de Walter White, el profesor de Química convertido en rey del narcotráfico, este domingo ha comenzado en EE UU el principio del fin (en España, Paramount Comedy tiene previsto emitir la última temporada en octubre). Un final que Bryan Cranston, su protagonista, recibe con una gran sonrisa y un gesto en apariencia obsceno cuando estira el dedo corazón de la mano derecha. A cámara lenta y antes de acabar el gesto, cambia el corazón por el anular dejando al descubierto ese pequeño tatuaje en el interior del dedo con el logotipo de la serie que le ha dado la fama. “Así le dije adiós, sonriendo, con un cóctel en una mano y un tatuaje en la otra. Otros se los hicieron enormes. Yo soy actor y no quería eso. Esto me pareció adecuado. Grabado en tinta, pero discreto, donde nadie pueda verlo. Solo para mis ojos”, argumenta sin quitar la cara de pillo que se le pone mostrando cual travesura su tatuaje.

No es solo el recuerdo imborrable de la serie que ha hecho de Cranston (California, 1956) una estrella. La “Br” y la “Ba” que me enseña son la mejor muestra de su carácter, el punto malicioso de un hombre por lo demás discreto. Todos tenemos ese puntito loco, asegura el actor, ese tornillo perdido al que alude la expresión sureña que da título a la serie. En el caso de Cranston, el momento se llamó Breaking bad, y de esa locura nació Walter White. O Heisenberg, su nombre de guerra de narco callejero. “Yo buscaba a mi protagonista. Y a mi antagonista a la vez. Porque malos hay muchos. Pero con los que te identifiques, que te hagan sentir por ellos sin justificarles, pocos. Y Bryan solo hay uno. Por eso sabía desde el primer día que él era mi Walter”, recuerda el realizador Vince Gilligan de un actor con quien ya trabajó en Expediente X. Es fácil decir estas cosas ahora, cuando la serie ha triunfado y Cranston tiene tres emmys consecutivos por este papel (un récord compartido con Bill Cosby), además de su nombre grabado en una estrella del bulevar de Hollywood desde el pasado julio y una nueva carrera en cine, donde se le acumulan los estrenos presentes y pasados: Argo, Drive, Desafío total, John Carter, Godzilla… “Solo Bryan podría haber hecho el papel. Lo digo porque está a mi lado. Si lo hubiera hecho Gary Oldman, diría lo mismo de Gary”, bromea Gareth Edwards, director del nuevo Godzilla. “Aunque estas cosas se dicen siempre, tiene el componente humano y dramático que quieres. Y ya antes de Breaking bad”, añade más serio. Como dice Gilligan, el actor es un “verdadero camaleón”, capaz de hacerlo todo y desaparecer. “Es Jack Lemmon”, resume la actriz Jane Kaczmarek, con quien compartió durante años la familia televisiva de Malcolm. “Tiene el humor de Robin Williams y la humanidad de Tom Hanks”, confirma un Gilligan acertado en su valoración. Lo que más sorprende de él es que bajo su apariencia normal hay un genio cómico, un gran mimo como esos Danny Kaye, Dick Van Dyke o Lemmon de otros tiempos que tanto adora. “También es lo que admiro de Bryan. Y que bajo este gran cómico hay un maravilloso actor dramático. Es más difícil hacer comedia que drama. Y Bryan puede con todo”, añade Edwards.

“Es Jack Lemmon”, resume la actriz Jane Kaczmarek

Si es tan bueno, ¿dónde estaban todos sus fans durante sus tres décadas de carrera? ¿Todos los que sacudieron rabiosos el famoso Hall H, la catedral central de la Comic-Con de San Diego, con vítores y alharacas en su honor en la pasada edición? Porque Cranston acaba de cumplir los 57 años, algo talludito para ser lo que se dice un “descubrimiento”. “¿Has hecho surf alguna vez?”, me sorprende la respuesta de este intérprete con traje (gris, por supuesto), con una sonrisa en los ojos, el cabello salpicado de canas y un aspecto alejado de la imagen que tienes de un surfista por muy angelino de origen que sea el actor. “Yo soy malo. Muy malo”, aclara como si hiciera falta. “Pero me encanta el surf. Y como actor me encanta utilizar esta analogía. Porque, al igual que los surfistas, los actores estamos siempre a la espera de una ola. Por eso tienes que ser paciente. Y tener ciertas habilidades, claro. Pero al final se trata de suerte”.

¿Y Bryan Cranston es un tipo con suerte? “Mucha. No me entiendas mal. No quiero decir que aquellos que tienen éxito no tienen talento. Claro que hace falta, pero, como me gusta decirle a esa nueva generación de actores y de directores que viene empujando, en este negocio hay que ser constante, paciente y tener una buena dosis de suerte. Yo me he pasado 57 años en el agua, nadando en mi tabla y sin saber si me podría mantener a flote. Y de pronto llegó la ola. Se llamó Malcolm y duró siete años. Fue genial. Yo ya tenía 40, no te creas. Pero cuando pensaba que la ola se acababa, vino este otro monstruo llamado Breaking bad. La ola perfecta porque me sigue empujando. Y en algún momento alcanzaré la orilla. O me caeré de la tabla. Pero mientras, está siendo todo un viaje”.

Con una premisa sencilla y clara, la de coger a un profesor de tres al cuarto y convertirlo en un Scarface del crimen, Breaking bad llegó en un campo abonado por los éxitos violentos de The shield o Los Soprano y con una gran influencia de Tarantino y Sergio Leone, ya sea en la aridez de su entorno o en la sangría de sus muertes. Una idea que nació en 2004 de una conversación entre Gilligan y su amigo (ahora productor de la serie) Thomas Schnauz. Él acababa de leer una noticia sobre alguien que había envenenado a los niños del piso de arriba de su apartamento mientras preparaba metanfetaminas. La idea sufrió grandes transformaciones en su forma, pero no en ese germen que puede llevar a cualquiera a tomar las peores decisiones de su vida por las mejores razones. Ese es Walter White, en plena crisis de los 50, con alumnos displicentes, un hijo discapacitado, una mujer embarazada y un cáncer terminal. Una papeleta que le transforma en un narco por coincidencia o por desesperación, por dejarle una solidez económica a su familia o llevado por la avaricia, la sed de venganza y la locura que le alimenta a un paso de la muerte. “Siempre supe que era una idea brillante. Incluso cuando no sabía si la serie sería mía y solo pensé, como los perros, en marcar el territorio”, recuerda Cranston. “Hicimos historia. Tony Soprano fue siempre Tony Soprano. Vic Mackey fue Vic Mackey. Dexter es Dexter. Pero en Breaking bad contamos una transformación, de un hombre bueno al malo de la película. Y logramos mantener el vínculo con el espectador”, añade más serio que nunca.

La mejor prueba del éxito no la dan los números, sino las pasiones. Con la proximidad de ese final anunciado (y protegido como si fuera secreto de Estado), el principal museo de Los Ángeles, el LACMA, tiene programada una lectura del piloto; en Nueva York, el Lincoln Center organizará un maratón de las cinco temporadas; en televisión, los populares Cazadores de mitos del Discovery Channel emiten un especial que pondrá a prueba las premisas de la serie en lo que se refiere a borrar evidencias; y en lo que parece ser una noche de terror, el último episodio se emitirá a la vez en televisión y en el cementerio Hollywood Forever de Los Ángeles en una maxifiesta del adiós.

Bryan Cranston el día que recibió su estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood, el pasado mes de julio.
Bryan Cranston el día que recibió su estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood, el pasado mes de julio.STEVE GRANITZ (GETTY IMAGES)

No hay duda de la calidad de los guiones ni del trabajo del resto del equipo. Trece candidaturas al Emmy lo avalan. Pero todos los méritos apuntan a Cranston. “Es el hombre más generoso que he conocido. A su lado no he dejado de aprender. Eso sí, es un niño atrapado en el cuerpo de un adulto”, advierte Aaron Paul, o el Jesse Pinkman compañero de fatigas en esa extraña pareja de narcos que forma Walter White con su exalumno de Química. “Nunca sabías lo que ibas a encontrar en su entrepierna”, se ríe a carcajadas Anna Gunn de su marido en la pantalla, el mismo que nunca dejó de gastar bromas, algunas levemente obscenas, a sus compañeros. De nuevo, esta imagen no concuerda con la del Cranston cotidiano. “Con él también rompimos otro molde televisivo, el que llena la televisión de belleza irreal. Es bueno que los actores se sientan y se vean normales”, añade Gilligan, diciendo en broma una verdad sincera. Cranston no se ofende. El comentario es un halago. Porque Cranston fue el padre de Walter White, de su look, incluso antes de saber que el personaje era suyo. “Me lo imaginé así, subido de peso porque todo le da igual. Pensé en mi padre, un tipo cargado de espaldas. Alguien deprimido cuando le vemos por primera vez. Ha visto pasar tantas oportunidades fallidas que solo pone un pie delante del otro. Quise que fuera invisible; su piel, su ropa, nada tenía que llamar la atención. Y luego está el pelo. Fundamental en su transformación. Me informé de los efectos de la quimioterapia, pero me interesó más cómo el pelo afecta a nuestra forma de leer un rostro. El pelo nos suaviza la cara. Por eso una cabeza rapada es lo contrario. Y si encima le dejas la barba, el efecto es amenazante”, describe del nacimiento de Heisenberg.

El hombre que tengo delante no tiene nada que ver con el Frankensteinal que dio forma. El cabello le ha crecido. La barba ha desaparecido. No quiere destacar, pero es su arma como actor. “De hecho, me alegro del cambio de look. Porque Walter no tiene nada que ver conmigo. Mi esposa también se alegra”, agrega. “Ella se casó conmigo. No con Walter. Y lleva seis años aguantándole”. Seis años de los 24 que Cranston y Robin Dearden llevan casados. Hasta en eso es un tipo normal. O una anomalía en Hollywood. Se conocieron en la serie Airwolf. En la ficción era el malo que la secuestraba. En la realidad fue el bueno que se quedó con su corazón y le dio una hija. “Taylor tiene 20 años y hace lo normal. Le planta cara a la autoridad, se enamora perdidamente de la gente, se irrita sobremanera cuando las cosas no salen como quiere. Todo menos ver la serie”, dice de esta nueva actriz a la que contrató (previa prueba de rodaje) para un pequeño papel en Breaking bad. “Así se empieza”, me guiña un ojo.

Así empezó él, hijo de una familia de actores sin trabajo que acabó dividida y llevó a Bryan a casa de sus abuelos tras ver cómo el banco les embargaba la suya. Quizá por eso le dio por ser policía. Al menos hasta que vio que de actor se ligaba más. Y ligar, ligó, me cuenta, aunque en esta no sé si creerle. Pero sobre todo trabajó. El perenne secundario con momentos de éxito, como doblar los Power Rangers (supuestamente bautizaron al azul como Billy Cranston en su honor) o hacer de excéntrico dentista en Seinfeld. Así hasta llegar a esa ola llamada Malcolm donde, con un personaje también secundario, se los comió a todos.

“Mi trabajo es mi pasión. Mi aprendizaje está en mis años de experiencia. Y lo que no puedo sacar de mi vida me lo imagino. Eso acaba consumiéndote. Por eso al final del día dejo a Walter en el plató. Me visto de Bryan. Hablo con mi familia. Bueno, con mi hija intercambio mensajes porque es a lo único que responde. Ceno algo, quizá me tomo una copa de vino, preparo mi texto y hasta el día siguiente”, resume de su otra transformación. “¿Por eso se despide de la serie con un tatuaje y una sonrisa?”, le pregunto pensando en esos seis meses de rodaje en Albuquerque (EE UU) separado de los suyos. En el cansancio que pueden producir unos guiones que no lee hasta cuatro o cinco días antes del episodio (a menos que también sea el director) para vivir las vicisitudes de White con la misma sorpresa que su personaje. O las laceraciones de un clima desértico que en tantas ocasiones, con un frío de pelarse o un calor de derretirse, vivió en calzoncillos y sin orgullo. Sonríe de nuevo. “La sonrisa no fue de satisfacción por librarme de la serie, sino por haber participado. Es la otra cara de las lágrimas. Como dice el Dr. Seuss: ‘No llores porque se acabó, sonríe porque llegaste a vivirlo”.

La ola me empuja a la orilla… o me caeré de la tabla”

Es de noche y nos volvemos a cruzar en el estreno del primer episodio de la segunda parte de esta quinta y última temporada. Se ha ganado los aplausos sinceros de los asistentes, pero me viene a la cabeza lo que comentaba hace unas horas ahondando sobre ese “talismán” que, pase lo que pase, le devuelve a ser quien es. Su familia, su esposa, su hija. Incluso su perro. “Y esa bolsa de basura que necesita ser sacada pase lo que pase. Lo digo en serio. Llegué a esa conclusión cuando volví a casa tras mi segunda candidatura al Emmy. Eran los años de Malcolm. No hacía ni media hora y ahí estaba, en la cocina con mi esposa pasándome la basura para sacarla y diciéndome que no me manchase el esmoquin. Si eso no te pone los pies en el suelo, nada lo consigue”, recordaba. Aun así, los nervios no disminuyen con una cuarta candidatura por Breaking bad. “Me siento muy afortunado por ganarme la vida con lo que me gusta, y este tipo de reconocimiento es la salsilla que acompaña un buen filete”, se saborea. Se maneja con soltura por la fiesta. Se nota que lleva muchas en el cuerpo, y también que no le gusta. “Diariamente vivo en un mundo de fantasía. Me paso el día pretendiendo ser el que no soy. Me maquillo, me disfrazo, digo las palabras de otro. Por eso lo que más atesoro es mi vida. La de un tipo corriente llamado Bryan. Como diría mi esposa [la mira buscando su aquiescencia], alguien que raya el aburrimiento. Si te soy honesto, es lo único que me hace saltar. La falta de intimidad. No me siento del todo cómodo con esto”, se sincera rodeado de los flases.

Siguiéndole con la mirada en la distancia es posible adivinar por su mímica las historias que cuenta. Su amor por el surf, sus correrías por la Comic-Con oculto bajo una máscara de él mismo y siempre de regreso a ese Breaking bad tatuado. Como le dijo el oscarizado compositor Kaczmarek, ese es el precio del éxtito. “Soy de los que creen que con la fama existe una responsabilidad social”. Con la velada ha recaudado 226.000 euros para el Centro Nacional en Defensa de la Infancia, dedicado a niños desaparecidos y víctimas de abusos, del que es portavoz. También está su labor en el programa KidSmartz, para evitar la pedofilia y el secuestro infantil, o su inversión en iniciativas locales como una cadena de cines independientes en el desierto de California.

Todo esto además de su “nido de amor”, su reconstruida cabaña de playa, esa que compraron hace décadas en Ventura, más playa y menos tontería que Malibú, y que han convertido en un hogar de cero consumo. El 3 Palms Project (3palmsproject.com) con el que quiere educar y animar a la construcción de hogares cómodos, funcionales y ecológicos. “Así la gente se podrá dar cuenta de que se puede vivir de manera responsable sin un gran sacrificio”, comenta. Ahora piensa meter la cabeza en el teatro y tiene como próxima meta dirigir una película. “Claro que si a George Clooney le cuesta de seis a siete años levantar una producción,¡imagínate a mí!”, dice, como siempre, tirándose por tierra. Aunque con una mirada cómplice que recuerda el lado salvaje de un hombre corriente.

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