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Columna
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El médico indio

Vicente Ferrer vino a abrir pozos de agua a la tierra más olvidada y se convirtió en un zahorí de la esperanza

Manuel Rivas

Anda y habla con una urgente calma y ese rumor inteligente tiene el efecto de una brisa analgésica en la sala donde se ventila la muerte. Aquí están los enfermos más graves de VIH/sida y tuberculosis, las dos principales causas de defunción en India, junto con los suicidios de mujeres jóvenes y los accidentes de tráfico. En otra sala, en mayo, han nacido 650 niños y niñas. Es importante referirse al género. No aquí, pero en muchos lugares de parto a las madres indias lo primero que le enseñan es el sexo de la criatura y no la cara. Si es niño, la felicitan. Si es niña, murmuran: “Lo siento”. El de Bathalapalli es el único centro sanitario en muchos kilómetros a la redonda, creado por el Rural Desenvolvement Trust (RDT), iniciativa de Vicente Ferrer, que vino a abrir pozos de agua a la tierra más olvidada y se convirtió en un zahorí de la esperanza. “Vosotros sois dioses”, les decía Vicente a los albañiles que levantaban el hospital. Eso sí que es ecumenismo. La providencia en la burbuja del nivel del albañil. El médico de la urgente calma es un joven asturiano, Gerardo Uría, que ha tenido que prolongar su estancia más de lo previsto como jefe del área de enfermedades contagiosas. Hasta hace poco, los enfermos de sida eran expulsados de los hospitales. Desde 2009, el puñado de médicos de Bathalapalli ha dado tratamiento a 19.000 pacientes de sida, más que en cualquier complejo hospitalario europeo. Es un centro de referencia, premiado por la propia Administración india. El doctor de la calma urgente me dice: “El negocio con la sanidad es muy sucio. Aquí me di cuenta de que una mala sanidad pública genera más y más pobreza”. A miles de kilómetros, en un país llamado España, la alianza del negocio sucio y la política neopija amenaza destruir su mejor patrimonio.

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