Cuelgamuros ofende la memoria
Restaurar esculturas no es más importante que ayudar a buscar restos de fusilados
Las leyes están para cumplirlas. Esta es una consecuencia del Estado de derecho, del que un día sí y otro también tantos actores políticos se llenan la boca, para acto seguido vaciarlo de contenido a las primeras de cambio. Hace unos días, este diario informaba de la publicación en el BOE de un anuncio de licitación pública por un importe de 286.485 euros para la restauración de la portada de la basílica del llamado Valle de los Caídos, donde se encuentran –especificaba— las esculturas de la Piedad, los Evangelistas y las Virtudes. Y resulta ser que una ley vigente, la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medios a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura, es decir, la Ley de Memoria Histórica, en su artículo 16.2 establece respecto del citado Valle que: “En ningún lugar del recinto podrán llevarse a cabo actos de naturaleza política ni exaltadores de la Guerra Civil, de sus protagonistas, o del franquismo”.
Sin embargo, allí siguen enterrados un dictador de infausta memoria para la libertad y los derechos humanos de este país y el líder del fascismo español. Su mera permanencia todavía en ese establecimiento público constituye una exaltación de dichos sujetos, a la vez que una ofensa para la democracia y para tantos hijos y nietos de republicanos, que fueron enterrados en el mausoleo sin su consentimiento después de ser fusilados por un régimen liberticida.
La Ley de Memoria establece en su artículo 11 que “1. Las Administraciones públicas, en el marco de sus competencias, facilitarán a los descendientes directos de las víctimas que así lo soliciten las actividades de indagación, localización e identificación de las personas desaparecidas violentamente durante la Guerra Civil o la represión política posterior y cuyo paradero se ignore”. Pero la realidad es muy otra. Numerosas entidades de recuperación de la memoria democrática, así como particulares afectados por la desaparición de familiares, siguen en la búsqueda de sus restos para darles digna sepultura, sin que encuentren en las Administraciones públicas el apoyo necesario para llevarlo a cabo. En este contexto, cabe plantearse si destinar por el Gobierno la cantidad de la licitación pública aparecida en el BOE para restaurar unas esculturas religiosas es más importante que ayudar a ciudadanos que reclaman, tras muchas décadas del fin de la guerra y de la dictadura, la localización de los restos de sus familiares. Muchos de ellos asesinados por un régimen que se instauró y se desarrolló bajo la violencia institucional de quienes lo representaban.
La reconciliación jamás puede fundarse en la condecoración y el reconocimiento de quien se alzó contra un régimen democrático
Cabe preguntarse también qué justifica que los dos sátrapas y símbolos de la dictadura sigan enterrados en un lugar que, por otra parte, es objeto de visitas turísticas. La Ley 52/2007 supuso un muy tardío esfuerzo para establecer desde el poder público una modesta política de memoria democrática, a fin de dignificar y reparar a través del recuerdo el conocimiento histórico de la lucha por la libertad en España; una ley que respondía a la línea seguida por los países democráticos, en los que resultaría impensable encontrar un mausoleo público que mantuviese enterrados los restos de líderes del nacional-socialismo hitleriano o del fascismo italiano. Como igual de impensable resultaría ver condecorados a los excombatientes de las camisas pardas o negras en un acto público presidido por altos cargos de la Administración, como incomprensiblemente aquí ha ocurrido en más de una ocasión. La reconciliación jamás puede fundarse en la condecoración y el reconocimiento de quien se alzó contra un régimen democrático, como era el de la II República. ¿Qué política de memoria es esa?
El espantajo de la cruz en lo que fue el destacamento penal de Cuelgamuros se proyecta como símbolo del nacional-catolicismo sobre un establecimiento religioso construido con la mano de obra de presos políticos republicanos, y como un acto más de venganza de un régimen ominoso. Lo cuenta con precisión Nicolás Sánchez Albornoz, que siendo muy joven fue allí a parar como opositor al franquismo. A más de tres décadas de la reinstauración de la democracia por la Constitución de 1978, el mantenimiento en los actuales términos del complejo de Cuelgamuros es inaceptable.
Por ello, si un Estado de derecho que se precie de serlo hace del cumplimiento de la ley una de sus señas de identidad, habría que recordar lo que establece la disposición adicional sexta de la Ley de la Memoria: “La fundación gestora del Valle de los Caídos incluirá entre sus objetivos honrar y rehabilitar la memoria de todas las personas fallecidas a consecuencia de la Guerra Civil de 1936-1939 y de la represión política que la siguió con objeto de profundizar en el conocimiento de este período histórico y de los valores constitucionales. Asimismo, fomentará las aspiraciones de reconciliación y convivencia que hay en nuestra sociedad”.
Que Cuelgamuros se rija estrictamente por las normas aplicables con carácter general a los lugares de culto —otra concesión de privilegio para la Iglesia católica— y a los cementerios públicos, no debería servir para incumplir la ley y, por supuesto, para deshonrar la memoria de las víctimas del franquismo.
Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Pompeu Fabra.
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