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África No es un paísÁfrica No es un país
Coordinado por Lola Huete Machado

El día en que Binyavanga Wainaina escribió sobre África

Ángeles Jurado
Binyavanga Wainaina, vía Africlectic Magazine
Binyavanga Wainaina, vía Africlectic Magazine

El escritor Binyavanga Wainaina (Nakuru, Kenia, 1971) teclea en un ordenador prestado, velozmente, en el interior de un taxi que cruza Nairobi. Las sombras empiezan a extenderse sobre la ciudad mientras él se dirige a casa. Está algo cansado, pero se muestra atento y hablador por Skype, a pesar de las pocas horas de sueño gozadas tras la despedida de soltero de la noche anterior.

Wainaina acaba de ver traducida al español su obra Algún día escribiré sobre África (Editorial Sexto Piso), pero probablemente usted ya lo conozca por su mordaz texto ridiculizando la forma de escribir sobre África de muchos autores occidentales del que ya hablamos en este blog en el post titulado El africano moderno es un hombre gordo que siempre roba y otros tópicos típicos.

En realidad, el título de su nueva obra tiene poco que ver con el contenido, puesto que se trata de un texto autobiográfico en el que el autor nos demuestra, una vez más, que la literatura y el arte son pasiones universales y que las inquietudes de un novelista nacido en Nakuru no difieren tanto de las de una Janet Frame, un Cesare Pavese, una Toni Morrison o un Haruki Murakami.

A Binyavanga Wainaina se le puede encontrar físicamente en Kenia, pero su presencia es igual de sólida o incluso más demoledora en esa aldea global que se denomina Internet. "Empecé a escribir en el momento en que pude conectarme online con gente lejos de mí. Mi primer lector fue un viejo hippy en California que se llamaba Charlie Sweet. Creía que el mundo iba a acabarse en el 2000 y se estaba construyendo un bunker en Duckshoot California", teclea. "Cuando gané el Caine Prize, fui el primer escritor del mundo, me parece, en ganar un gran premio literario con un trabajo publicado online, un texto digital que no tenía existencia impresa entre cubiertas de papel".

"Cuando abandoné Kenia para irme a estudiar a Sudáfrica, podía regresar a casa después de tres años y ver cómo la gente había cambiado visiblemente -prosigue- Eso ya no pasa. La gente se encuentra con sus seres queridos online cada día, cada hora incluso. Conozco un taxista en Nueva York, originario de Bangladesh, que me contó que habla con su madre cada hora. ¡Me encanta! Me encanta la idea de un mundo donde puedes mantener la continuidad. Pero pronto necesitaremos aprender cómo retirarnos. Últimamente he sentido, con mucha fuerza, el deseo de apagar todos mis aparatos electrónicos y marcharme a vagar por Malasia o Tailandia y perderme... durante un año, sólo perderme en la carne de extraños y regresar convertido en un pequeño bit por la experiencia de lo incierto. Creo que la necesidad de desconectarse se convertirá en algo importante".

Sobre el origen de Un día escribiré sobre África, Wainaina explica que quería escribir algo que usara el lenguaje para demostrarse a sí mismo y demostrar a otros la experiencia de construir una coherencia del mundo a su alrededor. "Quería que fuera en parte sobre el lenguaje y en parte sobre ser un ciudadano del mundo que siente, como la mayoría de la gente, que ese mundo le incumbe", apunta.

La novela se centra, primero, en el lenguaje. Como Patrice Nganang o Mia Couto o tantos otros autores africanos o latinoamericanos que han tomado entre sus manos idiomas casi esclerotizados para darles la vuelta, estirarlos, contraerlos e intercalar en ellos nuevas precisiones, palabras o fantasías, Binyavanga Wainaina le perdió el respeto al inglés hace tiempo. Por suerte para el inglés y para nosotros, lo saca de sus fronteras y constricciones cuando trabaja con él. Le insufla nuevos poderes, una energía sabia y vibrante, transformadora.

"Creo que para muchos de nosotros [africanos], vivir en una increíble diversidad cultural humana es normal. Hay gente en muchas partes de África que vive fácilmente en cuatro o incluso cinco idiomas. También tenemos la suerte de estar en un mundo donde hay acceso a los medios de comunicación y la literatura de todo el mundo... y todo esto se convierte en una especie de aventura... no podemos permitirnos ser dogmáticos con el lenguaje, porque todavía nos estamos construyendo a nosotros mismos, todavía ambiciosos, todavía mirando al futuro". Y confiesa: "Me arrepiento, sobre todo, de que mi vida esté tan confinada por el inglés en un país donde debería portar mucho más en mi bagaje. Eso me hace débil en cierta manera. Hay un mundo que no puedo visitar y por el que la mayoría de los africanos se mueve fácilmente".

A Binyavanga Wainaina le interesa un África que no está inmóvil, que se reinventa permanentemente y se aprovecha de la habilidad de sus moradores para vivir fácilmente en la diversidad. Afirma que es feliz porque la economía africana está cambiando y porque las artes, en particular, están reinventando nuestra experiencia moderna. "Espero con ganas el día en que un movimiento lingüístico empiece a crear una cultura intelectual diversa que no dependa del inglés, francés o español. Podemos verlo en casi todos los campos, menos en las escuelas y los libros. Hay muchos cambios en la música, la radio y la televisión. Y en el cine. La floreciente industria del cine en Kenia se desarrolla en los idiomas locales. Eso es maravilloso".

El segundo gran tema de su novela, además del lenguaje, es la lucha del ser humano para encajar en el mundo y encontrar su propio lugar en él.

El niño Binyavanga que modula palabras haciéndolas rotar entre sus dientes y su lengua y les asigna nuevos significados se convierte, en sus páginas, en un joven que se siente extranjero en todas partes menos frente a un teclado o entre las líneas del libro que devora. Un Binyavanga voyeur, que rumia las experiencias de otros para quizás asumirlas como propias al hacerlas texto, se consume entre velas, colillas y latas de cerveza, sin tener claro un objetivo en su vida salvo esa necesidad de verter lo que ve y comprende en texto. El deseo universal de buscar un sentido, un propósito a la vida, lo hermana con otros creadores que también se sintieron presos en sus propias burbujas de individualidad y a los que se consideró extravagantes, como mínimo. Quizás dignos de ingreso en una institución mental en el peor de los casos. Alrededor del Binyavanga Wainaina que busca su camino, podemos leer una nube de tolerancia, de preocupación cortés, desde una calculada distancia, de familiares, amigos y conocidos, gentes que quizás supieron leer en sus ojos el conflicto y que le protegieron, en cierta manera, desde una suerte de incomprensión siempre respetuosa.

"Luchar para encajar es algo normal. He llegado a aceptar que la tensión entre ser alguien en una comunidad y ser un bohemio independiente es algo permanente. Ahora soy mayor, me angustia menos... Es una buena tensión, te proporciona muchas recompensas y te frustra un montón... Sentirte encadenado y sentirte amado y compartido... Es bueno", considera. "Creo que el planeta siempre ha necesitado gente más flexible de lo que el aplastante mundo posterior a la II Guerra Mundial esperaba. Podemos llevar más cambio en nosotros de lo que nos hemos forzado a creer. Es más difícil tratar con gente cuya sensibilidad tiene una raíz firme. En Kenia a veces es duro para la gente del pueblo de mi padre, por ejemplo, imaginar que hay personas que pueden operar dentro y fuera de la tribu", apunta.

El retrato que dibuja de su Kenia natal en Un día escribiré sobre África se va ensombreciendo conforme pasan las páginas, a veces atravesadas por relámpagos de luz pura. Igual que el retrato que traza de sí mismo y que no da lugar a concesiones, ni dulcifica la realidad, ni disfraza depresiones, bloqueos creativos, alcohol y resacas, desencantos y ruindades. Es sincero hasta el punto de convertirse en descarnado. ¿Por qué?

"¡Ja, ja!. Buena pregunta. Me cansé de esconderme dentro de mí mismo", responde.

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Sobre la firma

Ángeles Jurado
Escritora y periodista, parte del equipo de comunicación de Casa África. Coordinadora de 'Doce relatos urbanos', traduce autores africanos (cuentos de Nii Ayikwei Parkes y Edwige Dro y la novela Camarada Papá, de Armand Gauz, con Pedro Suárez) y prologa novelas de autoras africanas (Amanecía, de Fatou Keita, y Nubes de lluvia, de Bessie Head).

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