Guerra de lenguas y reducción del lenguaje
La diversidad es un patrimonio de todos los hablantes que hay que preservar
Hace 20 años tuvo cierto eco el fallecimiento en el navarro valle del Roncal de la anciana Fidela Bernat Uztorroz, en razón de ser la última persona de su pueblo para la que el vascuence era la lengua recibida en herencia, en la que vivía sus emociones íntimas y en la que forjaría posiblemente su último pensamiento. Pensé entonces en la singular responsabilidad que recaía sobre esta persona, cuya desaparición física supondría la desaparición de la forma que para ella había tomado ese lenguaje que nos hace cabalmente humanos. En relación a la lengua que la había amamantado, esta anciana se hallaba en idéntica situación a la del Crusoe que en la soledad de su isla no dejaba de hablar consigo mismo: toda la humanidad proyectada en uno de sus representantes; todo el hablar concreto recogido y frágilmente conservado en la contingencia de un solo ser.
Ha pasado medio siglo desde que Antonio Tovar, a la vez que se esforzaba, junto a Manuel Agud, por explorar los meandros de la lengua vasca, se interrogaba sobre la “lucha de lenguas en la península Ibérica” en épocas pretéritas. La lucha ha persistido en nuestra historia reciente, determinada a veces por acontecimientos trágicos como la persecución de los rasgos distintivos de comunidades enteras tras la Guerra Civil, pero a menudo emponzoñada por interferencia de querellas para las que la lengua, sea o no la oficialmente protegida, es mera coartada.
No fue nunca por amor a la lengua castellana que se planificó la abolición del euskera, o se lanzó contra la lengua catalana la “Nínive pigmea” a la que se refiere Carné en la edición en español de su poema Nabí. Tampoco es por amor a la lengua catalana que algunos quisieran obviar el hecho de que en castellano viven sus emociones festivas o dolorosas millones de ciudadanos de Cataluña, favorables o no a la independencia. Y por el contrario, hay certeza de que tras el Lorca que escribe sus seis poemas gallegos o el Xavier Montsalvatge que hace suyos los textos del poeta “negrista” Pereda Valdés, está el emocionado reconocimiento en la lengua de otros de aquello que forja la riqueza de la lengua propia.
Hay veces en que el título de un libro tiene tal fuerza que se impone más allá del acuerdo o desacuerdo con las tesis concretas defendidas por el autor. Tal es el caso de El instinto del lenguaje, del pensador canadiense Steven Pinker. Añadido a los instintos de conservación propiamente animales, el instinto de lenguaje singularizaría al animal humano, trascendiendo la polaridad entre instinto individual e instinto específico. Pero de la misma manera que no se da el animal, sino esas especies animales que son gato, perro o chimpancé, el lenguaje humano solo se da en una u otra lengua, de ahí que la inclinación de nuestra especie a proteger el lenguaje se traduzca en perseverancia por conservar la diversidad de lenguas, aun en situaciones límite como la de esa única depositaria de la variedad roncalesa del euskera.
No fue nunca por amor a la lengua castellana que se planificó la persecución del euskera o el catalán
Hay una diferencia fundamental entre la desaparición de una lengua y la de una especie viva, pues hay especies dañinas para la nuestra y cuyo fin supondría un bien para el hombre, mientras que no hay lengua alguna en la que no se halle recogida y archivada toda la riqueza genuina de la condición humana. Así, una lengua ajena nunca puede ser sentida como dañina mientras se mantenga fidelidad a lo esencial de la propia.
Mas como ocurre con toda manifestación de las facultades naturales, también el instinto de lenguaje se debilita. Y los primeros síntomas de tal debilidad consisten en la reducción de la propia lengua a su función instrumental, a código en el intercambio de información útil para fines ajenos al lenguaje mismo. Pues entonces, dado que la multiplicidad genera equivocidad, cuanto menos lenguas haya mejor, lo cual abre la puerta a que la diversidad lingüística mute en oposición y esta última degenere en conflicto. Tenemos aquí la base de esta convicción tantas veces esgrimida de que mejor nos iría si en España hubiera una sola lengua, y el sentimiento de (insana) envidia ante los franceses que casi lo habrían conseguido.
Ciertamente la lucha no haría entonces sino trasladarse al terreno internacional: si una apertura mínima de las universidades francesas al inglés era anatematizada en el diario Le Monde por un eminente profesor del Collège de France, al día siguiente una conocida sección de EL PAÍS titulaba “Excusez-moi, deje paso al español”. Guerra de lenguas determinada por conflictos de poder que las trascienden, y síntoma de que se ha dado la espalda a lo fundamental, a ese común denominador que, homologándolas en dignidad, hace de cada una de ellas efectivo patrimonio de todos nosotros.
Víctor Gómez Pin es catedrático de Filosofía de la UAB.
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