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Columna
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Por dos o tres trajes

Esas palabras no se pueden borrar, se han instalado en el historial de la permisividad

Juan Cruz

El expresidente Francisco Camps puede pasear ahora su suprema absolución con legítimo orgullo, pues un inocente es un inocente es un inocente, que diría Gertrude Stein, pero ni ese tribunal, ni él, ni nadie, será capaz nunca de despojarlo de la incierta honra de haber dado con su famoso caso nombre o palabras a una de las peores etapas de nuestra historia nacional de la corrupción.

Esas palabras no las dijo él, dicho sea en el honor del que fue honorable president. Las dijeron en su defensa los que creyeron que así defendían su inocencia de las otras palabras escuchadas en las grabaciones que el jurado y el Supremo y el público en general tuvieron a su disposición a lo largo de meses y meses de conocimiento habitual de la ignominiosa charla de Gürtel.

Esas palabras fueron “por dos o tres trajes no se vende nadie”. Lo dijeron porque, en efecto, al principio del caso parecía que el tema (el Tema, ¡si nos oye don Fernando Lázaro!) se reducía a dos o tres trajes que el ínclito presidente había aceptado de aquella trama de Correa, a la que sus congéneres del Gobierno de la Generalitat Valenciana premiaron con pingües negocios.

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Lo que querían decir, en suma, era que alguien en el ejercicio del poder puede aceptar regalos y prebendas de dudoso origen y de aún más dudoso fin, y que una vez aceptado que eso fue así nadie tiene derecho a restarle legitimidad al hecho. La cuestión (o el tema) se aceleró un día en que un periodista de Abc, Ángel Expósito, le preguntó a Camps en un almuerzo público si él se pagaba sus trajes, puesto que había sido puesto en entredicho por ese hecho precisamente.

Claro, dijo, él se pagaba sus trajes. A partir de ahí, en las tertulias, en las convencionales y en las periodísticas, en las que divide el mundo en buenos y malos o en las de los que creen que si el otro no parece honesto, el otro tiene derecho también a no parecerlo, e incluso a no serlo, aquella frase (“¡por dos o tres trajes!”) alcanzó el dudoso honor del trending topic y se esgrimió como un esparadrapo para callar las voces de aquellos que creen que la estética es una parte fundamental de la ética.

En el juicio aquel se airearon las conversaciones; fueron tremendas, sonrojaron en las casas, y desataron en los acusados (Camps, Costa, otros) caras de circunstancias en las que uno no sabía si leer circunspección o lamento o nada. Y quedaron absueltos, sucesivamente, por la mínima y luego por goleada, esta vez en la suprema instancia del Tribunal Supremo. Cosa juzgada. Lo que pasa es que en el juicio de la historia chiquita, la que se queda martilleando en la cabeza como si fuera una gota malaya, esas palabras, “por dos o tres trajes”, no se pueden borrar, se han instalado en el historial de la permisividad con la misma machacona insistencia con que sonaron en su momento como excusa para explicar las compañías intolerables de los servidores públicos.

Unos no se acuerdan de lo que hicieron; otros explican que lo que hicieron en realidad lo hicieron otros, o en nombre de otros; otros insultan; aquellos gritan. Habrá que decir que las palabras importan, como un dardo, y que una vez lanzadas ya no tiene retorno ni aunque los jueces digan que no importa por qué se dijeran.

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