¿Y si Rajoy fuera un ‘dron’ de Merkel?
Frente a la táctica del avión no tripulado de destruirlo todo sin mancharse las manos, hay que poner cara a los responsables, aplicarles el marcaje público, que no es acoso, para que al menos no duerman tranquilos
José K. se ve a veces protagonista —que no galán— de estrambóticos filmes. Hoy imagina una mezcla imposible de neorrealismo y Apocalypse now. ¡Ama tanto a De Sica! ¡Tanto a Coppola! La escena arranca con una visión de sí mismo en camiseta de tirantes y pantalón de pijama durante el delicado ejercicio diario de colar el café con su obligada manga. Es entonces, ya ven en qué momento tan poco heroico, cuando llega el fin del mundo: un estruendo lo llena todo mientras un tornado de paredes, marcos de ventana, muebles, ollas, vuela a su alrededor en un batiburrillo que apenas en unas décimas de segundo pierden su consistencia para hacerse añicos indiferenciados. Incluso ve cómo su propio cuerpo desaparece —adiós, amigo— en diminutas partículas.
Es un dron, atina a decirse en esa millonésima de segundo que aún guarda la capacidad de razonar previa a su total y definitiva desaparición. Alguna vez lo ha pensado al volver a casa: su edificio es una auténtica provocación, una muestra descarada de esos seres que solo sirven para retrasar el advenimiento, por fin, de la Santa Eficiencia Económica, a tus pies te veneramos. Merecedor, pues, de ese dron purificador. Porque hay que ver qué vecinos, todos ellos un lastre insostenible: jubilados y parados de larga duración viviendo de la sopa boba de muníficas pensiones, enfermos —caraduras, seguro— que gastan y gastan en medicinas; padres dependientes, suegros dependientes, hijos dependientes, hermanos dependientes, esposos dependientes, esposas dependientes. ¿Miran ellos acaso por el cumplimiento del déficit acordado con Bruselas? ¿Tienen alguna consideración hacia el equilibrio espiritual de, por ejemplo, Olli Rehn, comisario europeo que es de Asuntos Económicos y Monetarios, y al que unos cuantos desharrapados como los descritos más arriba no hacen otra cosa que dar disgustos?
Por eso cree José K. que en Berlín, que es donde están las y los que mandan, ya se han cansado de soportarnos y han decidido inclinarse por la política de los drones. Es consciente nuestro hombre de que dicha estrategia no incluye esa destrucción entrevista en sus desvaríos cinematográficos, sino el disimulo de quienes ya superaron la frontera de la deshumanización. Esa es la manera en que han decidido organizar el mundo. A ciegas. Las leyes que se imponen, las disposiciones que se dictan, los recortes con los que se castiga, se hacen en función de cumplir unas magnitudes aleatorias fijadas por algún demente a una población que carece de rostro. No hay nombres, no hay personas, nadie sabe si eres viejo, joven, hombre, mujer, niño o niña. Los rostros de los ciudadanos no tienen cara, carecen de ojos y, por tanto, de mirada implorante. Deciden contra la masa, gobiernan contra la informidad de un conglomerado apenas diferente de un rebaño en la majada.
Se dictan las normas desde Bruselas o desde Berlín, y unos cuantos 'drones' las llevan a cabo
Se dictan las normas desde Bruselas, o desde Berlín, y se eligen unos cuantos drones para llevarlas a cabo. ¿Es, pues, un dron Mariano Rajoy enviado por Angela Merkel?, se pregunta José K., un punto alterado por el descubrimiento. Refuerza su impresión el hecho de que el presidente habla lo mismo que cualquier dron que se precie: nada. Silencio. Actúa pero no explica. Golpea, pero no se disculpa. ¿Y pueden los drones tener otros dronitos y algunas dronitas? ¿Montoro, Báñez, Guindos, Wert, Mato?
Conocemos la táctica de los drones: no ver a quien asesinas. No tener que registrar el gesto de angustia de esa madre a la que arrancas el futuro mientras mira a sus hijos en el momento en el que han de abandonar la casa que hasta hace unas horas era su hogar. O la de la anciana que se queda sin ayuda para la dependencia. ¿Demagogia? ¿Sensiblería? Sí, claro, pero cree José K. que aún es menos de la necesaria para compensar la desvergüenza de quienes adoptan los procedimientos de los drones: destruirlo todo sin que se te manchen las manos. Es la cobardía, dice nuestro hombre, vena hinchada, de quienes se ríen de sus ciudadanos, como este Gobierno dispuesto a aprobar una reforma de las hipotecas a sabiendas de que no resuelve absolutamente nada. O a esos directivos de un banco en ruinas —otros drones— que se embolsaron 68 millones de euros en cuatro años mientras la entidad por ellos saqueada —por iniquidad o inutilidad, tanto da— hacía perder miles de millones a accionistas y ahorradores. Obscenos.
¿Hay respuesta frente a tan sofisticados artefactos? ¿Alguna manera de responder a esa despersonalizada masificación del mal? ¿A ese cobarde ataque mortal contra una población carente de armas defensivas igual de sofisticadas y efectivas? Piensa José K. que a lo mejor la solución está, precisamente, en una sabia utilización de las diferencias numéricas. Nosotros somos muchos, muchísimos, y ellos, muy pocos. Los millones de ciudadanos deliberadamente despojados de individualidad, agredidos, violentados, maltratados, saben, o está a su alcance saberlo si reflexionan un momento, que apenas si son un puñado de millares de personas quienes alimentan a la bestia y organizan, dirigen, pagan y se benefician de los ataques de los salvajes drones. Hasta una lista por orden alfabético se podía hacer. Pepito, menganita, zutanito.
Millones de ciudadanos saben que son unos pocos miles quienes alimentan a la bestia
¿Escrache, dicen? A José K., quizá por su formación pequeñoburguesa —qué gusto recobrar aquel lenguaje: pequeño-burguesa; y hasta plusvalía— no le gustan ciertas prácticas. Sobre todo desde que tuvo que ver con sus propios ojos los actos de repudio cubanos. Nunca, nunca, tales desmanes, tal humillación de seres humanos y sus familiares. Aunque algunos sean culpables de procurarlos a millares. Pero, por favor, no tengan el descaro desde el partido hoy en el poder de dar lecciones de respeto, ellos que durante años se han servido del insulto y el menosprecio, incluso de las tácticas más infames para dañar a quienes entonces gobernaban, alzados y acompañados por una prensa sumisa a sus intereses, pero insultante, vociferante, infame, ignominiosa y mentirosa cuando se trata de atacar al otro. Y eso lo sabe muy bien José K. porque tiene un amigo dedicado —un loco, sin duda— a vigilar a semejantes fenómenos de la naturaleza, tal que los Hans o Koo-Koo de Tod Browning.
Pero es evidente que la respuesta no puede ser otra que la de poner cara, ojos, pestañas, nariz, cejas, labios, mentón, carrillos y orejas a los responsables. Y nombre. Sobre todo nombre. Esos políticos, esos banqueros, esos corruptos. Sabemos cómo se llaman y qué cara tienen. Con eso es suficiente. Nos sobra saber dónde viven. Así que entre todos tendremos, se dice José K., acalorado ya a estas alturas o, por mejor decir, más cabreado que una mona, que hacerles saber a tales patricios que les conocemos, que sabemos quiénes son y que somos conscientes de sus desmanes, de su procacidad, de su impudicia. Habrá que repensar maneras, decidir nuevas estrategias. Entre otras cosas, se pone un poco pedante José K., recordar lo que señala el artículo 3 de la Ley Orgánica 9/1983: “1. Ninguna reunión estará sometida al régimen de previa autorización. 2. La autoridad gubernativa protegerá las reuniones y manifestaciones frente a quienes trataren de impedir, perturbar o menoscabar el lícito ejercicio de este derecho”. ¿Límites? Sí, pero no nos olvidemos de lo principal: no creamos a quien nos traiga la monserga de un mal entendido respeto al resultado de las urnas, traducido en que nadie puede decir ni mu entre votación y votación cada cuatro años. A depositar la papeleta y a callar. Pues no, en absoluto.
El marcaje público, que no acoso —¿se entiende la diferencia?— al dron o hacedor de drones puede ser un buen inicio: ¿Dormirán intranquilas estas pobres criaturas? ¿Se les amargará la copa, el sarao, la cena con sus iguales? Pues qué le vamos a hacer: les toca apurar la parte alícuota del acíbar que les corresponde por haber amargado la vida a esos millones de ciudadanos de los que desconocen sus nombres, ni saben dónde viven —o vivían—, ni de qué trabajan —o trabajaban—.
Tan distinguidas personalidades no querrán, además, que sus víctimas les vitoreen: si oyen un grito resonante, lo más probable es que sea un insulto.
Natural, razona sentencioso José K.
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