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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El legado de un papa

Ratzinger ha tomado en poco días decisiones significativas sobre los escándalos de la Iglesia

Desde que el 11 de febrero anunciara su renuncia hasta hoy, día en que se hace efectiva, Benedicto XVI ha tomado decisiones cargadas de significado. Unas tienen relación con las finanzas y otras, con los escándalos de pederastia. Joseph Ratzinger advirtió esta semana que la oración no supone aislarse del mundo, sino reconducirse hacia la acción. A ello se ha entregado. En solo diecisiete días ha puesto de manifiesto, casi en tiempo de descuento, su determinación para marcar el camino a su sucesor y también allanarlo ante los dos problemas que más erosionan en este momento la credibilidad de la institución.

En estas dos semanas y media, el todavía papa ha expulsado del Vaticano a dos estrechos colaboradores del poderoso secretario de Estado Tarcisio Bertone y ha cubierto el cargo, vacante desde hace casi dos años, de la presidencia del Instituto para las Obras de Religión, el banco vaticano. Durante este tiempo, además de alertar contra la corrupción, ha forzado la renuncia de uno de los cardenales electores, el escocés Keith O’Brian (denunciado por “conducta impropia”) y ha decidido mantener en secreto y entregar solo a su sucesor el informe de tres cardenales sobre el caso Vatileaks, la filtración masiva de documentos papales que, según lo que ha trascendido, pondría al descubierto intrigas y corruptelas que cercan a la curia.

La renuncia del Papa, un hecho que no se había producido en los últimos quinientos años, puede ser interpretada como una manera de humanizar el pontificado, y estos últimos pasos de su mandato también podrían considerarse una reafirmación de que ya no hay lugar para el encubrimiento y el tabú en el seno de la jerarquía católica. Benedicto XVI fue el primero en reconocer públicamente los abusos sexuales en el seno de la Iglesia e iniciar una todavía tímida persecución. Ha sido también el pontífice que intentó adaptar el banco vaticano a las normas internacionales contra el blanqueo de capitales.

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Pero en su legado hay también evidentes muestras de impotencia frente una curia dispuesta a resistirse a los más pequeños cambios. Benedicto XVI ha calificado varias veces de graves estos momentos de transición. Desde abril del pasado año, los redactores del informe Vatileaks le han ido relatando sus descubrimientos, que él ha guardado celosamente. En el cónclave que elegirá a su sucesor participarán otros cardenales salpicados por los escándalos sexuales. Así que no es descartable que sus palabras de estos días sean mensajes a su sucesor sobre la ardua tarea que le espera en el caso de que intente continuar la obra que ni las intrigas intestinas ni su avanzada edad le permitieron culminar a Ratzinger. Ayer, en su última audiencia general, fue optimista, a pesar de lo que ha aprendido sobre la condición humana: “La Iglesia no es nuestra barca, sino la del Señor, y él no la deja hundirse”.

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