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Tribuna
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Descárgatelo gratis

Hay aplicaciones y servicios digitales que no piden dinero, pero sí valiosos datos

Álex Grijelmo

"Gratis” es una de esas palabras que usamos y escribimos igual que los romanos de hace más de 2.000 años. Podemos, pues, maravillarnos ante ella como lo haríamos si nos mostraran unos hallazgos arqueológicos bajo el teatro de Mérida.

El Diccionario de la Real Academia define “gratis” sin mucha dedicación:

“Gratuito (de balde). Gratuitamente (de gracia)”.

Prácticamente como la definición de 1780, edición en la cual se decía en esa misma entrada:

“Lo mismo que de gracia, o de balde”.

Y si uno busca “gratuito”, encuentra:

“De balde o de gracia”.

Y en “de balde” hallará:

“Gratuitamente, sin coste alguno”.

Y en “de gracia” leeremos esta definición:

“Gratuitamente, sin premio ni interés alguno”.

Nos ayuda a salvar ese círculo el Diccionario del español actual, dirigido por el académico Manuel Seco.

“Gratis: sin pago o compensación a cambio”.

Resumimos nosotros, pues: ni hay pago ni hay compensación: se recibe algo sin coste ni interés alguno. Quizá pudiéramos afinar más: “A cambio de nada”.

La tecnología suele buscar contrapartidas. En este mundo casi nadie regala nada

La publicidad de las insistentes aplicaciones del smartphone o teléfono listo (quizá deberíamos reservar eso de “inteligente” para algo que fuera capaz de razonar) nos insiste en que descarguemos gratis tal o cual aplicación.

Ya empezamos asumiendo que semejante tarea es una “descarga”, aunque no cambiemos nada de sitio ni parezca de gran esfuerzo el empeño, ni nos dé calambre alguno, ni aliviemos a nadie de un peso ni saquemos los bultos de un camión de mudanzas. Aquí el elemento descargado no desaparece de un lugar para trasladarse a otro, sino que continúa donde estaba a pesar de que obtengamos de él una réplica o un servicio. Pero es una descarga, vale. Aceptamos descargar como equivalente de obtener o conseguir, o replicar o instalar, o copiar; y hasta aceptamos bajar como acción de mover algo que no estaba arriba, ni a ninguna altura conocida, que sepamos, y que además se queda en el mismo lugar para que lo descarguemos una y otra vez sin moverlo siquiera.

Todo eso lo aceptará la Academia y lo tenemos en el uso cotidiano.

Pero la palabra “gratis” está en otro costal. Su viejo sentido en latín y en español se mantiene vivo. Y ahora se aplica a una realidad distinta, quién sabe si con la misión de engañarnos. Nos esconden el significado tan agradable, tan grato (obtener algo “a cambio de nada”, por generosidad, por placer, gratis et amore) y nos dan otro parecido pero no igual (obtenerlo “a cambio de algo de lo que no nos damos cuenta”).

En efecto, al bajarnos o descargarnos determinadas aplicaciones o servicios no pagamos nada en el acto (al menos así sucede con una parte de lo que se nos ofrece en ese escaparate que llevamos en el bolsillo); pero eso no supone que nos salga gratis.

Igual que censuraríamos por pleonásticas las expresiones “gratis total” o “totalmente gratis”, entendemos que lo gratuito no tiene grados: o una cosa es gratis del todo, o no es gratis. Solo con que costara un céntimo ya no sería algo gratuito.

Si un vecino le da de comer a un mendigo a cambio de que le pinte la puerta, no le está pidiendo dinero; pero tampoco le alimenta gratis.

Y si recibir algo gratis significó siempre que nos lo regalan, que no damos nada a cambio, no sucede eso en nuestros teléfonos listillos. Los trámites para descargar o bajar el servicio o para suscribirnos obligan a responder ante distintos requerimientos, que varían en cada caso: número de tarjeta, correo electrónico, datos personales...

Lo mismo sucede en algunos restaurantes, en ciertas tiendas donde resolvemos olvidos imperdonables o en comercios que nos ofrecen hacernos socios “gratuitamente” de un club de clientes. Pero si uno emprende el proceso para tal suscripción, se encontrará enseguida con un formulario donde se le reclaman algunos datos innecesarios para el fin propuesto. Por ejemplo, una red de gasolineras solicita, al ofrecer “gratis” su tarjeta de socio, datos como “ingresos anuales brutos del solicitante” o “ingresos anuales brutos del cónyuge”, además de otros que conciernen solo a la intimidad del vehículo.

No nos piden dinero, pero nos dan algo... a cambio de algo. No es a cambio de nada.

Quien nos reclama tales detalles personales —especialmente las empresas de tecnología y comunicación digital— podrá usarlos en su propio beneficio. Los cruzará tal vez con lo que ya sabe de nosotros: dónde vivimos, por dónde nos movemos, qué recorridos y destinos buscamos en “cómo llegar”, cuánto dinero manejamos, qué pronóstico meteorológico nos interesa... Y obtendrá de ello una rentabilidad para segmentarnos en los estudios de mercado y ante los anunciantes, quienes nos asediarán luego con publicidad personalizada; o quién sabe si los empleará para juzgarnos aptos o rechazarnos cuando se dé la ocasión de que pidamos algo al poseedor de nuestros datos.

Así pues, la descarga, la serie de descargas o el uso de servicios aparentemente gratuitos no nos salen gratis, sino que damos mucho a cambio. Damos información sobre nosotros mismos, muy valiosa para el que la obtiene.

A unos les importará más y a otros menos. Dependerá de sensibilidades, o de prejuicios, o de prudencias, tal vez de ideologías, quizá de haber leído o no a Orwell. Pero la tecnología suele buscar contrapartidas. En ese mundo casi nadie regala nada; aunque diga que lo ofrece gratis.

El problema ahora es si nos podremos bajar de ahí.

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Sobre la firma

Álex Grijelmo
Doctor en Periodismo, y PADE (dirección de empresas) por el IESE. Estuvo vinculado a los equipos directivos de EL PAÍS y Prisa desde 1983 hasta 2022, excepto cuando presidió Efe (2004-2012), etapa en la que creó la Fundéu. Ha publicado una docena de libros sobre lenguaje y comunicación. En 2019 recibió el premio Castilla y León de Humanidades

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