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don de gentes
Columna
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Todos eran brujos

Los ciudadanos también deben exigir a Mariano Rajoy que se explique en el Congreso

Elvira Lindo
Manifestación, el pasado jueves, frente a la sede nacional del PP, en Madrid.
Manifestación, el pasado jueves, frente a la sede nacional del PP, en Madrid. Cristóbal Manuel

Con las seis horas de retraso de rigor a las que obliga el encontrarse al otro lado del océano me enfrenté a la primera plana del periódico y me quedé unos minutos mirándola. Mi mente aún no había alcanzado la velocidad de crucero así que había algo de ensoñación en lo que veía y en lo que pensaba. El momento recordaba esa escena de La semilla del diablo en la que Mia Farrow, frágil y desamparada, interpreta, gracias a la ayuda de un amigo que muere intentando advertirla, un anagrama que contiene el siguiente mensaje: “Todos eran brujos”. Todos eran brujos. Esa es la frase que se instaló de manera espontánea en mi mente y que todavía sigue ahí, sin que haya conseguido sacudírmela, molesta como un moscardón, negro, gordo, implacable. Tampoco es que el titular fuera absolutamente inesperado, porque ya es costumbre que el pueblo soberano se desayune con una de café con filtraciones, de tal forma que llevábamos días esperando o temiendo que algo apestoso iba a salir a la luz desde que se supo que el tesorero Bárcenas era un hombre con papeles.

Hemos demostrado que somos torpes a la hora de expresar un rotundo e innegociable “hasta aquí hemos llegado”

 España, ese país en el que los dictadores mueren en la cama de viejos y en el que las informaciones que llegan a los ciudadanos no son el producto de una investigación judicial, a menudo entorpecida o castrada por los propios partidos políticos, sino de lo que alguien se dedica a filtrar a un medio o a otro, no tiene por costumbre reaccionar. Gritar, gritamos; encabronarnos, nos encabronamos; nos damos golpes de pecho o pegamos puñetazos en la mesa y muy a menudo nuestra ira confunde a los justos con los pecadores, pero hemos demostrado que somos torpes a la hora de expresar un rotundo e innegociable “hasta aquí hemos llegado”. Hasta aquí deberíamos haber llegado. No basta con que el líder de la oposición, Rubalcaba, pida una comparecencia del presidente en el Congreso (una petición que en mi opinión no suena todo lo contundente que debería). La exigencia debería ser ciudadana, aunque tengo una gran curiosidad por observar cómo los medios próximos al Gobierno se apresuran a enmarañar el asunto a fin de asistir a los votantes del Partido Popular de razones para que les sigan votando. Cuando Felipe González se vio tocado por los escándalos de corrupción tuvo enfrente a un contumaz Aznar que convirtió el “váyase, señor González” en un mantra y lo repitió sin descanso hasta que consiguió que los ciudadanos también ejercieran su derecho a echarle. No sé, por cierto, cómo explicaría ahora José María Aznar que aquel intachable aspirante a presidente podría ser el mismo (si llega a probarse) bajo cuyo liderazgo se aceptaban sobrecillos-regalo. Pero no es ese el asunto, lo que aterra es que este Gobierno no tenga enfrente una oposición a la altura de la gravedad de estas circunstancias, una oposición que no se ahogue ni se achante cuando escuche desde la bancada contraria aquello de “y tú más”, porque digo yo que alguna vez habrá que centrarse en el orden del día, sin dejarse enredar en debates estériles que embarullan y jamás resuelven.

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Hay algo en todo este aquelarre que te espanta y te sorprende, por mucho que España sea un país de costumbres laxas, y es hasta qué punto todos ellos asumían, con naturalidad, que en política es aceptable el comprar las voluntades ajenas y el vender las propias. Y cómo engatusaron al electorado para que creyera que cualquiera en su situación haría lo mismo, que ese aprovechamiento del poder es parte intrínseca de la naturaleza humana o de la cultura nacional, y que tampoco había que desbancar a un presidente por un quítame allá esos trajes. Es sorprendente, observando al tesorero o al casi exduque de Palma que se aprovechaba de la falta de ética de los políticos, que jamás se les pasara por la cabeza que alguna vez les podían pillar con la mano dentro de la caja. ¿No hubieran vivido ustedes aterrados ante la sola amenaza de ser descubiertos? ¿O es que la honradez en España es solo cosa de cobardes?

Este Gobierno no tiene enfrente una oposición a la altura de la gravedad de estas circunstancias

Mientras los españoles seamos tan prisioneros del sesgo partidista y aceptemos con resignación la codicia cuando esta se da en nuestras filas; mientras no abramos los ojos para comprender que hay otros países donde la corrupción, las corruptelas o los tráficos de influencias no solo se castigan sino que son comportamientos despreciados socialmente, como está mal visto mentir, porque la mentira puede costarle la carrera a un político, a un ensayista, a un escritor o a un presidente; mientras un comportamiento ilícito no nos haga cambiar nuestra voluntad de voto y nos anime a un juicio crítico más allá del encogimiento de hombros o del consabido “todos son iguales”; mientras no haya mecanismos de supervisión económica que corten de raíz la fea costumbre de muchos (son muchos) políticos de recibir dinero que no les corresponde; mientras permitamos que quienes han de dar explicaciones eludan su obligación y la justicia resuelva a paso paquidérmico y pase el tiempo y no veamos que nadie va a la cárcel ni nadie abandona la política ni nadie dimite; mientras eso siga ocurriendo, no habrá razones para creer en la democracia española.

¿Qué hacer?

De momento, exigirle al presidente del Gobierno que comparezca en el Congreso. Que hable. Explíquese, señor Rajoy.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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