A pesar de todo
Creo que este año nos merecemos, más que nunca, un artículo optimista en vísperas de Navidad. Lo que no sé es cómo demonios afrontarlo. Disciplinadamente, supongo. A ver, echemos mano de algo socorrido: la alegría en el rostro de los niños. Es una verdad, sobre todo si los dichos niños no han sido educados como energúmenos que braman en un centro comercial señalando el juguetito que les apetece recibir por fiestas. Podría acudir también al tópico de la paz entre los hombres, pero la reciente concesión del Nobel de la Ídem a este decrépito continente, entregado a masacrar a los más débiles en una tercera Gran Guerra, versión expolio por las finanzas, francamente, me estomaga más que una barra de turrón de Jijona.
Reflexiona, mujer. Puedes decir aquello: no penséis en las deudas, no penséis en la falta de futuro, no penséis en los mediocres y los aprovechados que gestionan estos tiempos difíciles. ¡Pensad en la salud! Lo más importante es la salud, toma topicazo, pero resulta que es cierto: por eso duele tanto que, alrededor, incluso en Navidad, haya también personas que carecen de ella. Te acercas al Clínico para hacerte la última mamografía con cargo a la sanidad pública (el año que viene me la practicará cualquiera que tenga una plancha para preparar bocadillos calientes), y si tienes ojos para ver, observas. Y es cierto, se produce en tu metabolismo, tras la compasión, una reacción animal cuando, impunemente, ves a tanta gente sufrir tanto: qué bien estoy, qué suerte tengo. Pero no dura. Si durara seríamos más felices, pero unos perfectos idiotas. Aparte de unos desalmados.
En este pequeño hueco contra la adversidad, resistiremos”
Por consiguiente: volvamos a empezar. Porque sí, hagamos de estos días, porque sí, una fortaleza inexpugnable en la que no puedan entrar los imbéciles que parlotean desde las emisoras de tele y radio, renunciemos a estar al día, ni siquiera lean esto, por favor. Sean rebeldemente felices. Incluso cuando miren hacia las sillas vacías, esas ausencias que nuestra memoria biológica se empeña en solidificar por estas fechas. Incluso cuando cuenten con los dedos y recuerden, a fogonazos de dolor, del primero que se fue hasta el último. Incluso entonces, respiren fuerte y díganse: resistiré. En este pequeño hueco contra la adversidad y la maldad, en este refugio en el que los perdedores nos lamemos las heridas y nos preparamos para la próxima tunda, resistiremos. Sea Navidad o no.
¿De qué más voy a hablarles? ¿Del árbol? Verán, el abeto navideño carece, en sí mismo, de honorabilidad. Depende de quien lo usa y adorna. Las castas y grupos de presión de la Europa de la Paz Sepulcral colgarán de él a sus víctimas del año. Otros se conforman con sacar del armario –bajo la atenta mirada de los niños: esos niños a quienes no podemos defraudar, y sí debemos preparar– las bolas y cenefas utilizadas en Navidades anteriores. Del árbol también se podría hablar mucho. Penden de sus ramas los desahuciados, suicidas o no, y los que hacen cola para recibir la solidaridad ajena, en forma de comida. De mi árbol particular penderán este año, qué les voy a contar, los esquiroles y los insolidarios con las huelgas. En estas cosas ni olvido ni perdono.
Sobre todo, no acepten los anuncios. Ni esos que dan por la tele, de gangosos y gangosas que predican automóviles y perfumes, ni los otros, conformistas, terribles, que por radio nos hablan de un buen sitio para vender las joyitas, o de un aparcadero para viejos privado pero acogido a la –buahhhh– Ley de Dependencia. Císquense en el mundo que se quiere imponer, y brinden –con lo que puedan– por ello.
Y regalen abrazos, besos, sonrisas. Como estos que yo les mando desde aquí.
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