Empecemos por la claridad
Atajar el independentismo por el procedimiento de no hablar de ello debilita a los defensores del Estado común. Al separatismo hay que combatirlo en el terreno de las ideas, con argumentos y datos ciertos
Conviene ir haciéndose a la idea. Nuestros nacionalistas de Euskadi y Cataluña han roto definitivamente el velo de ambigüedad con el que se movieron durante los primeros años de recuperación de la democracia. Han dejado de conformarse con tener en sus comunidades un margen de autogobierno sin parangón en muchos países de Constitución federal y con el que ni siquiera habrían soñado sus padres y abuelos. Tras haber impuesto en ambas su universo referencial desde el poder, han determinado ahora que quieren llevar a la práctica sus sueños de independencia; de una vez o a plazos.
Esta es la realidad que vamos a tener que gestionar quienes defendemos un Estado común en el que la voluntad de convivir juntos, con iguales derechos, haga compatible, como hasta ahora, el reconocimiento efectivo de las diferentes identidades nacionales que existen en su seno. La colisión anunciada por Artur Mas entre los barcos de la legitimidad de la mayoría parlamentaria catalana conformada por CiU y ERC y la legalidad constitucional va producirse inevitablemente. Y no por fatalidad, sino porque las dos fuerzas principales del nacionalismo catalán han decidido propiciar ese abordaje al sistema democrático constitucional para llevar a la práctica un designio de independencia que llevan inscrito en su ADN.
A estos efectos, poca utilidad tiene discutir sobre el carácter oportunista y utilitario del quiebro de CiU tras la manifestación de la Diada. La experiencia vivida en Euskadi con el PNV de Ibarretxe nos enseñó que cuando un grupo dirigente confunde los intereses de la ciudadanía con los suyos particulares y transforma un mandato parlamentario coyuntural en una misión histórica, resulta difícil alcanzar con él una solución transaccional. Si se ha tomado la determinación de, en palabras de Mas, “cambiar el rumbo de la historia de un pueblo milenario”, la única manera de evitar la colisión es aceptar sus exigencias. Y como es evidente que estos propósitos quieren desbordar los márgenes del sistema democrático constitucional, parece de sentido común ir preparando una respuesta serena y eficaz.
La consulta prometida por CiU no es un benéfico derecho a decidir, sino el paso decisivo a la secesión
Hay una primera medida de inexcusable aplicación: la claridad. El nacionalismo es maestro en presentar sus particulares aspiraciones como si se trataran de derechos indiscutibles y en hinchar su representación social hasta convertirse en el intérprete único del “pueblo”. Pues bien, tenemos que exigir que CiU diga claramente a los ciudadanos de Cataluña que lo que de verdad pretende es la independencia; que la consulta comprometida no supone un ejercicio del benéfico derecho a decidir, sino un paso decisivo para la secesión de España. Si el nacionalismo ha decidido mostrar sin ambages sus intenciones, habrá que reclamarle que hable claro; y, también, tendremos que dirigirnos a él de la misma forma. Porque antes que el gaseoso derecho a decidir está el muy concreto derecho de la ciudadanía concernida a saber qué es lo que se pretende que decida y a conocer con detalle las consecuencias que va a tener para ella la decisión que se propone. Cómo, por ejemplo, se repartiría el coste de las grandes infraestructuras realizadas en el ámbito de Cataluña, la deuda pública contraída o el fondo de las pensiones. Y también, y no es una cuestión menor, cómo se garantizaría el derecho a la libre identidad de miles y miles de catalanes que no quieren renunciar a su opción identitaria.
Sin dejar de reclamar respeto a la legalidad, es en el terreno de la política desde donde debemos dar respuesta al desafío secesionista, que va a tener una presencia permanente, aunque discontinua, en nuestro país. Sin dramatismos, pero con seriedad. Y comprendo que cause cierto vértigo abrir este debate. Siempre va a subsistir la duda de si la exigencia de claridad puede suponer un freno a las tendencias centrífugas o bien un estímulo para que sus propagadores traten de llevarlas a término. Pero resulta indudable que en la confusión perdemos quienes defendemos la convivencia en un mismo marco estatal. Porque la disyuntiva no es referéndum sí o no, sino democracia sí o no, y libertad de identidad de las personas sí o no.
Lo más preocupante de la crecida nacionalista en Cataluña no es, en mi opinión, el aumento del deseo de independencia, sino la banalización por gran parte de la ciudadanía del riesgo de separarse de España. Este desdén hacia lo que supone la convivencia de los diferentes no es una reacción natural de la población catalana a un supuesto maltrato por parte de Madrid, sino el resultado de una acción concienzuda ejecutada desde el poder institucional, aprovechando algunos agravios de base cierta y con la colaboración entusiasta de asociaciones patrióticas que no existirían sin un generoso riego de subvenciones públicas.
La eficacia de ingenierías sociopolíticas de este tipo la experimentamos en el País Vasco en la primera década del siglo, cuando desde el nacionalismo gobernante se impuso la especie de que la propia existencia de Euskadi corría peligro si no se le reconocía el derecho a decidir y era consultada sobre su futuro. Pese a su fracaso, el plan Ibarretxe ha dejado secuelas permanentes en el PNV y en la propia sociedad vasca, que pueden activarse por contagio de Cataluña o Escocia. Un ejemplo de lo expuesto lo ofrece el último sondeo del Euskobarómetro, que repite un esquema aplicable a Cataluña: mientras permanece más o menos estable el sentimiento independentista neto en un tercio de la población, aumentan hasta el 50% los partidarios de que se celebre un referéndum sobre tan trascendental cuestión. ¿Qué hay de malo en ello?
Pese a su fracaso, el Plan Ibarretxe ha dejado secuelas en el PNV y en la propia sociedad vasca
Es lo que sucede cuando el fin pretendido, la secesión, se camufla con formulaciones tan seductoramente democráticas en apariencia como la autodeterminación, el derecho a decidir o la consulta popular. El nacionalismo se mueve a sus anchas en este juego de sustituciones. Así, Artur Mas, al equiparar gratuitamente más soberanía con mayor bienestar, tras haber recortado este con fruición. O cuando pondera que Cameron haya autorizado la consulta planteada por el Gobierno de Escocia para 2014, pero omite que el premier británico impuso que la pregunta sea inequívoca, de modo que los escoceses sepan que lo que van a decidir es si salen o no de Reino Unido y, por tanto, de la Unión Europea.
Al separatismo tenemos que combatirlo en el terreno de las ideas, como recomendaba en 2003 Stephan Dion, el dirigente del Partido Liberal canadiense promotor de la Ley de Claridad, que ha cortado de momento la reproducción en Quebec de consultas secesionistas que ocultaban esa intención. Y hay que hacerlo con argumentos y datos ciertos. Tratar de atajar el independentismo por la vía de evitar hablar del problema nos debilita a los defensores del Estado común compartido. Del mismo modo, oponer a su reclamación la unidad consagrada en la Constitución o, en su caso, el inalcanzable camino que esta traza para quien pretenda reformarla desde la periferia, lejos de suponer un freno a su desbordamiento por la vía de hecho, contribuye a deslegitimarla ante los sectores de nuestra sociedad que no vivieron la transición a la democracia.
No es fácil, efectivamente, explicar desde una perspectiva democrática la negación de una vía por medio de la cual una parte de nuestro territorio institucionalmente definida pueda segregarse de él, si lo demanda de forma nítida y reiterada una mayoría muy cualificada de su población. Así lo han razonado en estas páginas personas tan poco sospechosas de veleidades independentistas como el profesor Rubio Llorente o José María Ruiz Soroa.
Siguiendo su estela, y ante un proceso al que se le ha puesto fecha precisa, quizá sea conveniente pensar en dotarnos de nuestra propia norma de claridad para medir la solidez de las voluntades secesionistas y anular el chantaje permanente de los nacionalistas irredentos. Pero, de momento, empecemos por hablar claro.
Patxi López es secretario general del Partido Socialista de Euskadi (PSE-EE) y anterior lehendakari del Gobierno vasco.
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