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Generación perpleja

Quizá ha llegado la hora de volvera interesarnos por lo público

El progreso no es inevitable, es una frase que Óscar Arias repite con cierta frecuencia. Pero para los nacidos en España en los años sesenta, el progreso era algo ciertamente inevitable, pues en el progreso vivimos hasta que alguien vino a despertarnos de un sueño que llevaba de regalo la resaca. Y me vais a permitir que utilice la primera persona del plural para esta reflexión, y el que no se sienta retratado que lo interprete como un nos mayestático, fíjate lo agrandado que está el autor.

Ni vivimos la guerra como nuestros abuelos, ni sufrimos la posguerra como nuestros padres, ni ayudamos por acción u omisión a traer la democracia. Fuimos jóvenes cuando el país era joven, crecimos mientras el país crecía, y que el crecimiento del país acompañara al nuestro nos parecía natural, esto es, inevitable. Fuimos frívolos porque por fin estaba permitida la frivolidad, en un país que hasta entonces era grave, él sí necesariamente grave después de la guerra, no por nada grave es la palabra que los ingleses usan para mentar la tumba. Alegres y despreocupados, vimos cómo de pronto éramos europeos, los nuevos y entusiastas europeos, nuestros padres hasta se compraban segundas residencias en la sierra como si nuestra vida fuera toda ella Las verdes praderas.

El año 1992 nos convirtió definitivamente en modernos de diseño, nos incorporamos entusiastas al proceloso mercado laboral, muchos descubrieron que lo de la meritocracia ya no era necesario, que comprando un piso y vendiendo dos podías cambiar el Seiscientos por un Cayenne sin pasar por la casilla de salida. Nuestro país se llenó de pronto de grúas y Cayennes, el paisaje ya no era un campo de trigo sino de grúas, y las autovías recién estrenadas había que recorrerlas en Cayenne para no estropear el asfalto inmaculado. Y sí, qué duda cabe, los que no hicimos negocio nos endeudamos hasta las cejas comprando casas que nunca valdrán lo que pagamos, pero pese a que alguien pueda afirmar que vivimos por encima de nuestras posibilidades, ese alguien yerra, pues comprarte esa casa donde vives que ya no vale el tamaño de tu hipoteca era una posibilidad, porque de haber sido imposible no la habríamos podido comprar.

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La juerga duró lo que dura un buen festival de música pastillero, instalados en ella estábamos pensando que Óscar Arias estaba profundamente equivocado, convencidos de que el futuro no llegaba más lejos que el próximo fin de semana. A la frivolidad terminó por acompañarle el hastío, ese tan propio de las sociedades posheroicas, ya la universidad no había sido tan intensa como la de nuestros padres, ahora vivíamos en adosados estupendos, pero nada nos interesaba, desencantados ya de tanta fiesta con copas de garrafón, aunque fueran en copa de balón de la última marca de ginebra con botella de diseño. La política dejó de interesarnos, si es que alguna vez lo había hecho, aburrida e innecesaria, algo por otra parte tan inevitable como el progreso, pero por ello insulso, las libertades ya estaban ganadas, la Transición la hicieron otros, a votar cada cuatro años si es que ese domingo no tienes un plan mejor de fin de semana.

Y de pronto llegó sin avisar la resaca, la que no te quitas con dos alkaseltzers ni con tres cervezas, de pronto la crisis ya no era una noticia en la televisión sino un amigo en el paro, de pronto ERE era una palabra mucho más utilizada que Cayenne. Y ahí estamos, incapaces de reciclarnos porque ya somos demasiado viejos, pero asustados porque también somos demasiado jóvenes para que nos alcance la hucha de las pensiones, incapaces de darles a nuestros hijos un futuro no mejor sino un poco menos bueno del que tuvimos, instalados ahora en la perplejidad, perdidos en la T-4, tan moderna ella que ya nos parece ajena, un espejismo en el que no encontramos la puerta de embarque para ningún sitio.

Y es que no sabemos lo que nos pasa y eso es lo que nos pasa, la frase es de Ortega, pero yo se la escuché a Sampedro hace bien poco. Será tal vez el momento de despertar, nunca nos creímos que la vida iba en serio, tal vez porque Jaime Gil era de otra generación, nunca pensamos que Óscar Arias —¿pero quién es Óscar Arias?— tuviera razón. Y es que quizás ha llegado nuestra hora, la hora de volver a interesarnos por lo público, la hora de rescatar del diccionario la palabra compromiso, aunque no sepamos aún con qué comprometernos, la hora de la generación perpleja.

Miguel Albero es escritor, poeta y diplomático.

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