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Tribuna
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El peaje es el referéndum

La inclusión del derecho a la autodeterminación en la Constitución es la salida más valiente y ventajosa a la crisis del modelo territorial

Que la actual organización territorial de España desagrada cada vez a más ciudadanos es un hecho conocido por todos, bien reflejado en las recientes encuestas del CIS y en la creciente "fatiga entre Cataluña y España". Artur Mas ha sabido explotar esta desafección generalizada a la perfección, convocando elecciones anticipadas y polarizando la opinión pública de ambos lados. Según sus cálculos, el bando independentista arrasará en las elecciones y convocará una consulta ilegal en la que el resultado será un éxito para los convocantes. Tras este resultado, Mas acudirá triunfalmente a Madrid y propondrá la reforma constitucional que permita la autodeterminación o, en su defecto, un nuevo pacto fiscal parecido al vasco o navarro. Ante esta verosímil tesitura, muchos desde "Madrid" nos preguntamos, ¿y entonces qué?

Conociendo la valentía y determinación de Mariano Rajoy, la opción preferida del Gobierno consistiría en cerrar los ojos y esperar a que el conflicto se resuelva por arte de magia. Desgraciadamente, y al revés de lo que ocurre en economía, en el terreno de los nacionalismos no existen equilibrios naturales ni estabilizadores automáticos. Es decir, el fervor nacionalista no disminuirá por la sencilla razón de que hoy esté atravesando una etapa de exaltación. Por supuesto, no hay que descartar la posibilidad de que, a una reacción enérgica del catalanismo a la previsible negativa del Gobierno, le siguiera un estado de latencia como ocurrió con el Plan Ibarretxe. Sin embargo, dado que la deriva independentista se asocia principalmente a cuestiones identitarias y expectativas frustradas de mayor autonomía que vienen de lejos, la cuestión catalana no se resolvería, alargándose ad infinitum y perjudicando innecesariamente a todas las partes.

La segunda opción, muy del gusto de los sectores más recalcitrantes, consistiría en adoptar un papel activo intentando frenar la deriva catalanizadora. O, dicho de otra forma, se trataría de aplicar una política de españolización, a la Wert. Dejando de lado su dudosa eficacia, creo que a la mayoría, incluyendo al propio Rey, esta política nos recuerda a otros tiempos peores.

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La tercera opción pasaría por ofrecer un nuevo pacto fiscal. Sea cual sea el contenido de dicho pacto fiscal, con toda seguridad éste incrementaría todavía más la asimetría y disfuncionalidad del sistema fiscal español, disminuyendo notablemente la solidaridad interregional y amplificando la sensación de agravio comparativo de buena parte de la sociedad española. Por otra parte, a no ser que el pacto fiscal fuera similar al cupo vasco o navarro, CiU seguiría explotando el discurso del agravio fiscal en beneficio propio. Conseguido el pacto fiscal, los independentistas proseguirían su camino hacia su ansiado paraíso reclamando nuevas competencias porque, al igual que ocurre con la materia, los problemas de identidad nacional no se destruyen, se transforman en nuevas demandas de autogobierno.

Nuestro estado autonómico es de facto federal y no ha servido para solucionar la cuestión catalana

De entre todas las alternativas, la más valiente y ventajosa, según mi humilde opinión, sería la inclusión del derecho de autodeterminación en la Constitución, y ello a pesar de los múltiples inconvenientes que se asocian a este tipo de consultas populares. Siempre y cuando se cumplan una serie de condiciones, que van desde el reparto equitativo de la deuda (si triunfa) a la imposibilidad de celebrar un nuevo referéndum durante un largo periodo de tiempo (si fracasa), este ejercicio de pragmatismo típicamente inglés ayudaría a dar respuesta tanto a los ciudadanos que desean mayor simetría, estabilidad y eficiencia al modelo territorial, como a los que reclaman el derecho a la autodeterminación. Por un lado, los independentistas gozarían de la tranquilidad de saber que su pertenencia es voluntaria y que los agravios fiscales acarrearían consecuencias en los referéndums de autodeterminación. Por el otro, la existencia de una opción de salida dotaría a los "simétricos" de la legitimidad democrática para crear un modelo territorial cuya agenda no estuviera marcada por el miedo a los separatismos. Es decir, se trataría de sustituir el peaje del "café para todos", cuyo único mérito ha sido mantener "la indisoluble unidad de la Nación española", por el del derecho de autodeterminación, que serviría para que la sociedad española decidiese, sin presiones ni inercias perversas, su modelo territorial preferido.

Y a los que se han subido recientemente al tren del federalismo, hacedlo por principio pero no para apagar el fuego del secesionismo. En primer lugar, porque repetiríamos el mismo error de los últimos 30 años: transformar nuestro modelo territorial en función de cómo respiran nuestros ciudadanos más disgustados. En segundo lugar, porque nuestro estado autonómico es de facto federal y no ha servido para solucionar la cuestión catalana. Y no hemos llegado tarde, es que nunca quisimos hablar el mismo idioma. Mientras que aquí debatíamos si queríamos más o menos federalismo, allí se reclamaba el derecho a decidir.

Algunos os preguntaréis qué pasaría si el referéndum por la independencia triunfara. Pues bien, significaría adelantar lo inevitable, crear un nuevo modelo territorial más equilibrado y evitar el enquistamiento del conflicto. A fin de cuentas, lo doloroso del divorcio no es necesariamente la ausencia de la pareja, sino los años previos al proceso de separación. Tampoco éste sería un divorcio al uso porque en el marco de la Unión Europea, y a pesar de la multitud de amenazas no creíbles vertidas por ambas partes, sólo cabría mudarse a la casa de enfrente.

Alfonso Echazarra es doctor en Sociología por la Universidad de Manchester.

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