Morsi se planta
Tras su golpe de autoridad con los generales, el presidente egipcio debe defender la democracia
El golpe de autoridad del presidente egipcio al descabezar la junta militar, y recuperar para sí los vastísimos poderes que se había arrogado y que hipotecaban irremisiblemente la democratización del país árabe, representa un paso importante en la buena dirección. Es la primera vez en la historia política de Egipto que un civil elegido anula decisiones adoptadas por el ejército. Pero sería poco realista considerar que las medidas del islamista Mohamed Morsi zanjan el pulso entre los Hermanos Musulmanes y una casta uniformada que se resiste a perder su voz decisiva.
Para asestar su inesperado y temprano zarpazo al secuestro del poder civil por los generales, Morsi ha contado con una palanca tan crucial como inesperada en los sangrientos acontecimientos del Sinaí, que los egipcios han percibido como un imperdonable fallo de sus responsables militares. También con la presumible complicidad de un puñado de altos mandos, más jóvenes y receptivos a las tesis de los Hermanos Musulmanes. Así se explica la destitución del mariscal Husein Tantaui —hombre de Mubarak, factótum militar durante más de veinte años— y de otra media docena de intocables sin trauma aparente por parte de la institución armada, en la que ahora manda, fulgurantemente, el general más joven de la junta, Abdel Fatah al-Sissi. Es lícito suponer que entre las monedas de cambio figure el mantenimiento de los privilegios castrenses y de su imperio económico.
El Cairo afronta desafíos múltiples y la nueva etapa augura el principio del fin de sesenta años de dominación por sus militares, pero es todavía provisional y está cargada de riesgos. Uno acuciante es el poder casi ilimitado del jefe del Estado. Egipto no tiene ni Parlamento, disuelto, ni Constitución; la oposición laica es un rompecabezas y el presidente se ha convertido en elemento casi único en torno al cual pivota la vida institucional. Morsi, que fue rechazado por la mitad de los votantes, tiene la obligación urgente de soldar un país fracturado y de probar sus credenciales democráticas. Nada mejor para ello que convocar lo antes posible nuevas elecciones generales y ocuparse de que la Constitución que se redacta, de inspiración islamista, sea inequívocamente incluyente.
Liberales, izquierdistas o cristianos pueden no ser gratos a los dominantes Hermanos Musulmanes, pero resultan imprescindibles para alumbrar un Egipto plural y justo.
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