Otra crisis
El intento de democratizar la institución aristocrática por excelencia, representa la cuadratura de un círculo que siempre tenderá a recuperar su forma original
Que el Rey de España se dedique a cazar animales en peligro de extinción para divertirse es deplorable. Que se paguen hasta 20.000 euros para que el Jefe de un estado sumido en una crisis económica atroz mate un elefante, es lamentable. Que los contribuyentes de un país con más de cinco millones de parados se hayan enterado del safari sólo a raíz del accidente, es penoso. Que la Reina advirtiera que no pensaba interrumpir sus vacaciones, aunque después cambiara de opinión, es alarmante. Que el marido de la infanta Cristina esté imputado por un delito de corrupción es escandaloso. Que, si el exsocio de Urdangarín no miente, la Duquesa de Palma y su padre pudieran estar implicados en la trama del Instituto Nóos, asociado a las administraciones más corruptas de la historia reciente, es intolerable. Que la familia de un niño de 13 años que se dispara en el pie sin haber cumplido la edad legal para hacer prácticas de tiro, exculpe el accidente como una travesura propia de su edad, es patético. Y sin embargo, en la medida en que todos estos actos son lógicos, porque obedecen a la naturaleza misma de una institución que se ha perpetuado durante muchos siglos, ninguno de ellos resulta verdaderamente grave.
En sus orígenes, la monarquía era una forma de gobierno vinculada a la voluntad divina. El poder pasaba directamente las manos de Dios a las del Rey, que desde el instante mismo de su nacimiento se convertía en un ser excepcional, situado por encima de todas las leyes humanas. El intento de democratizar la institución aristocrática por excelencia, representa la cuadratura de un círculo que siempre tenderá -y eso es, ni más ni menos, lo que está pasando en España- a recuperar su forma original.
El único método de democratización viable para una monarquía es su desaparición. Y ahí reside la verdadera gravedad de esta crisis.
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