La batalla de "La batalla de Anghiari"
Un grupo de especialistas investiga en Florencia si un fresco de Leonardo puede estar escondido detrás de otro de Vasari
La historia me acompaña desde hace tiempo: desde que era estudiante en Italia, y en Florencia me contaron el rumor. De hecho, en estas mismas páginas, hace unos años, en 2004 concretamente escribí un texto, La escuela del mundo, sobre el que sin duda habría sido el más insigne de todos los espacios del arte, si hubiera sido realizado o lo hubiéramos conservado: en la Sala de los Quinientos del Palazzo Vecchio de Florencia veríamos, frente a frente, dos enormes frescos pintados casi simultáneamente por Leonardo da Vinci y Miguel Ángel, tras el encargo y financiación de la capital toscana que quería, así, recurriendo a sus dos mayores talentos artísticos, rendir homenaje a su glorioso pasado. Pero no los vemos, uno porque desapareció y otro porque nunca se hizo.
Este último, el de Miguel Ángel, representaba la victoria florentina contra los pisanos en la batalla de Cascina. Al artista le fue encargado por la Signoria en 1504. Se puso inmediatamente en la tarea de realizar el gran cartón previo al mural. Al igual que en la escultura del David, obra del mismo período, Miguel Ángel rodeó su labor del habitual secretismo. Trabajó a lo largo de un año hasta finalizar el cartón. Sin embargo, nunca llevó a término el encargo de pintar el muro de la Sala de los Quinientos. Llamado por el Papa Julio II se trasladó en 1505 a Roma para hacerse cargo de lo que consideró siempre su mayor proyecto, y su mayor fuente de frustración: el mausoleo pontificio. A la muerte de Miguel Ángel el cartón de La Batalla de Cascina fue troceado por sus herederos y vendido en fragmentos. No obstante, antes del troceamiento, fue copiado por diversos artistas. Hay una copia, excelente, en Norfolk, la antigua residencia de los condes de Leicester. En ella se ve un extraordinario grupo de desnudos masculinos en el que Miguel Ángel quiere identificar a los soldados que, debido al calor, se estaban bañando en el Arno cuando fueron atacados por las tropas enemigas. Nadie, a excepción de Luca Signorelli en Los condenados, había pintado un conjunto semejante, claro anticipo de la exhibición corporal del Juicio Final que el artista ejecutaría en la Capilla Sixtina 30 años después. La batalla de Cascina, inexistente pero conservada en la copia de Norfolk, abre el camino, creo, que culmina, ya en el siglo XIX, en La balsa de la Medusa de Géricault.
La razón por la que no vemos La batalla de Anghiari, el fresco encargado a Leonardo da Vinci en 1503, es mucho más confusa, rodeada de un aura de misterio, y ahora de actualidad porque, frente a la opinión de 500 expertos, que hace un año suscribieron un manifiesto de protesta, un grupo de especialistas, dirigidos por Maurizio Seracini y apoyados por el alcalde de Florencia, pretenden rescatar la pintura de Leonardo, o parte de ella, que supuestamente se halla cubierta por el monumental fresco La batalla de Scannagallo, pintado por Giorgio Vasari en 1565 en el mismo muro destinado, seis decenios antes, a la obra de Leonardo. Seracini aplica las últimas tecnologías a su indagación, pero los detractores alegan que los orificios practicados en el fresco de Vasari, para que penetren las sondas, dañarán definitivamente lo que ahora es una obra emblemática del Palazzo Vecchio. Como no podía ser de otro modo, tratándose de Florencia, la ciudad está apasionadamente dividida entre los partidarios de “rescatar” a Leonardo y los escépticos, quienes creen que tras La batalla de Scannagallo no queda nada, o bien poco, de lo hecho por Leonardo. Para estos últimos, quizá una mayoría, es evidente que Vasari no es Leonardo pero no deja de ser un notable artista y el autor ilustre de la primera historia del arte, su imprescindible Las vidas.
El caso es apasionado y detectivesco. Y viene de lejos
El caso es apasionado y detectivesco. Y viene de lejos. Ya en 1974, el norteamericano Travers Newton, especialista en técnicas de conservación, utilizando lo que entonces eran las últimas tecnologías, encontró pigmentos similares a los utilizados por Leonardo en La Última Cena y en La Virgen de las Rocas, del mismo modo en que ahora Seracini ha encontrado restos de la pintura negra usada en La Gioconda y el San Juan Bautista. Recuerdo que le pregunté sobre la cuestión a Giulio Carlo Argan, profesor mío en la Universidad de Roma, ciudad de la que también fue alcalde. Argan, quien tenía una enorme erudición, aludió a la práctica habitual en el Renacimiento de que los artistas pintaran sobre las obras de predecesores suyos. Así desaparecieron verrocchios, botticelli, ghirlandaio,… ; una actuación impensable hoy día. Sin embargo, Argan añadió: “a pesar de todo no creo que Vasari se atreviera con Leonardo”.
Y este es, en efecto, el primer capítulo del misterio. Los términos en que se expresa Vasari sobre la pintura de Leonardo en su Las vidas son tan desmesuradamente elogiosos que se hace difícil pensar que se halle dispuesto a sustituir La batalla de Anghiari, una obra maestra sin precedentes en su opinión, por una pintura suya. He releído con atención las dos páginas dedicadas al fresco fantasma de Leonardo en el libro de Vasari, pero la ambivalencia es insuperable. La primera parte de su descripción está conjugada en presente, como si el fresco existiera en el momento de la publicación del texto, en 1550; por contra, la segunda parte está referida al pasado, como si ya no existiera aquello que se describe. Al final Vasari alude al hecho de que la pintura se desprendía de la pared a medida en que Leonardo intentaba avanzar. Algo similar había sucedido con La Última Cena, debido a una técnica demasiado experimental o a un aceite defectuoso.
No es posible deducir, por tanto, en qué estado se hallaba La batalla de Anghiari cuando Vasari empezó a pintar La batalla de Scannagallo. De lo que no hay duda es que la narración literaria que hace en Las vidas demuestra un conocimiento extraordinariamente detallado de la obra de Leonardo. Y este es otro capítulo del misterio. Si la pintura ya estaba arruinada, ¿de dónde surge este conocimiento, teniendo en cuenta que Vasari sólo tenía ocho años cuando murió Leonardo en 1518 y no pudo asistir, por tanto, a lo ocurrido a partir del famoso encargo de la Signoria? Lo más fácil es suponer que, si la pintura ya no era visible, o lo era en pésimo estado, Vasari se basó en las copias que se realizaron o en el gigantesco cartón, que Leonardo dibujó, al igual que hizo Miguel Ángel, para preparar el fresco. En realidad este cartón, del que se conservan fragmentos y esbozos, era, ya en sí, una obra maestra que el artista ejecutó concienzudamente en una estancia de Santa Maria Novella. Nosotros, hoy, podemos contemplar en el Louvre una extraordinaria acuarela atribuida a Rubens, que es una copia de una copia del tema leonardesco. La batalla de Anghiari, según la vemos en el probable Rubens, no era sólo una maravillosa conjunción de energía, expresividad y movimiento sino que, además, expresaba sin las idealizaciones anteriores la extrema crueldad de la guerra, una visión ya completamente moderna de la violencia.
Vasari pudo observar en directo el cartón, o cualquiera de las copias que circularon, tal como luego lo hizo Rubens, para escribir luego su texto. Según esta hipótesis la pintura del Palazzo Vecchio ya no existía, o estaba casi completamente arruinada. En consecuencia podía pintar su La ballata de Scannagallo sin problemas. Pero hay una extraña interferencia cronológica. En 1549, Antonio Francesco Doni, un año antes de la edición de Las vidas en una carta a un amigo, daba la siguiente indicación: “Sube las escaleras de la Sala Grande y mira atentamente un grupo de caballos y hombres, un estudio de una batalla, obra de Leonardo da Vinci, porque lo que verás es un auténtico prodigio” (Charles Nicholl: Leonardo. El vuelo de la mente. Taurus, 2006).
Si hacemos caso de este testimonio, 12 años antes del inicio de La batalla de Scannagello, el fresco de Leonardo aún reunía las condiciones suficientes como para ser tratado de “prodigio”. Vasari no podía ignorarlo, destrozando la obra de su admiradísimo Leonardo. La solución ecléctica, y posible, era pintar sobre un tabique superpuesto al muro en el que estaba el fresco de Leonardo, todavía fragmentariamente esplendoroso. Imagino que esta es la arriesgada esperanza de Maurizio Seracini, que lleva 30 años en el empeño y cree que la clave está en la divisa de una pequeña bandera verde presente en la pintura de Vasari: Cerca Trova. Quizá sea cierto que quien busca encuentra.
Rafael Argullol es escritor.
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