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Sean ambiciosos, futuros inversores: un homeless del tipo clásico nunca sale del parque ni de la boca de metro, y huele mal
Debe de ser porque me encuentro en la temporada de risa floja ante los eventos: ciertas iniciativas que se dan en nuestro mundo, gracias al neocanibalismo instalado entre nosotros, no me parecen descabelladas. Es más, se me ocurren ideas para mejorarlas, perfeccionarlas y extenderlas.
Tomemos, por ejemplo, el caso de los “Homeless Hot spots”, o indigentes suministradores de wifi, una innovación que acaba de ser presentada en el festival South by Southwest dedicado a la cosa tecnológica punta. Qué propuesta tan fascinante. A pesar de la oposición de los mojigatos —siempre hay gente que está en contra de todo, que se opone hasta a la pena de muerte, incluso en Austin (Tejas), que es donde tiene lugar la exhibición—, que alegan explotación de los sin techo, estos sostienen que les encanta el asunto: por fin la gente se les acerca y les mira, y habla con ellos. Además, se sacan, en dólares, el equivalente a un euro diario.
En España, el invento se puede optimizar. Así como hemos ofrecido nuestros páramos y nuestros descuentos al señor de los casinos, bien podríamos proclamar, con las estadísticas bien altas —ver reportaje en EL PAÍS: “Los nuevos pobres dan la cara”—, que disponemos de los indigentes más dignos, mejor vestidos y, sobre todo, intelectualmente más preparados del mundo. Colocarles a ellos el chip del wifi —podemos intentar también otros experimentos—, ampliaría de forma cualitativa las posibilidades de comunicación internáutica entre los clientes. Piénsenlo. Nuestros pobres son jóvenes que, llevados por sus inquietudes y por el hecho de haber aspirado a un mundo mejor, están capacitados para pasear su conexión wifi por escaparates de librerías, vestíbulos de teatros y cines, museos... Sean ambiciosos, futuros inversores: un homeless del tipo clásico nunca sale del parque ni de la boca de metro, y huele mal.
Del euro podemos hablar.
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