¿Por qué nos gusta tanto lo nuevo?
Lo nuevo solo es nuevo una vez. El momento del encuentro, del descubrimiento y del estreno no tiene vuelta atrás. Lo nuevo es una incógnita, una página en blanco, una posibilidad, una puerta abierta. Pero también un suspiro. Frente a la glosa brillante de lo que está por estrenar, lo viejo ofrece información concentrada en cada arruga, cada arañazo y cada pliegue construido por el tiempo.
Los coches nuevos huelen a nuevo. Y algunos niños se marean con ese olor. Las casas nuevas se perciben como vacías, se sienten como poco vividas. Y en esa sensación radica parte de su encanto y su desencanto: son un escenario por definir en el que uno aspira a volver a empezar. Pero hay que hacerlo, empezar de nuevo. Es una condena, y una salvación, que las separaciones se asocien a traslados, a mudanzas, a nuevos esfuerzos, a recomenzar. Pero nuestra vida sería otra si no pudiéramos acumular experiencias, recuerdos, vivencias y conocimiento. Algo parecido les sucede a los objetos.
El diseñador Miguel Milá insiste en el placer que le produce colgarse su vieja cartera de cuero. O reparar un grifo que se ha atascado y él quiere que vuelva a funcionar. Y una le cree. Por que le ha visto hacerlo. Lo ha visto llegar a una entrevista conduciendo una Bultaco que parece de colección (ahora) en una época en la que podía percibirse como rancia, extravagante o incluso anticuada a ojos de un profano. Milá ha contado algunas veces cómo se agobió pensando que no podría seguir trabajando durante la época del apogeo de esa disciplina en España cuando se entendió que, en busca de la expresión, el diseño podía marear la función de los objetos.
Milá está fuera del tiempo. Lo estaba mucho antes de cumplir los ochenta años que tiene y por eso es difícil que pase de moda, porque nunca lo ha estado. Con todo, conecta poco con un tiempo empeñado en parecer lo que no se es en lugar de trabajar la tranquilidad que se encuentra en aceptarse. El catálogo de elementos con que hoy se construye y arregla las casas está repleto de ingenios como maderas que no se rayan, pieles que no se arañan, lonas que no se desgastan o materiales que no pierdan el color. Eso es lo que pide el consumidor. Y esa búsqueda de imposibles nos ha llevado a forrar nuestras viviendas con componentes mareados que sufren graves conflictos de personalidad al no ser ni una cosa ni otra. Así, en España triunfan los mármoles tratados con tapaporos, las cerámicas en forma de tablas de madera sin barnizar, el césped artificial y las mascotas que no hay que alimentar. Pero hay más: la falacia que ahora se impone en la decoración, amparada bajo la justificación de la durabilidad, procede de todas las secciones del supermercado. Ese conflicto de intereses está presente en las estanterías del híper: chocolates que no engordan y yogures sin grasa que ya no son ni chocolate ni yogur. Todas las falacias dibujan un descontento. Y todas las mentiras ocultan una verdad. ¿Cuál es la nuestra?¿Nos puede gustar el aspecto de la madera con el tacto de la cerámica? ¿El aspecto de la piel con el tacto del plástico? No se trata de defender el mundo de la pureza de materiales frente a las posibilidades de la imaginación. Todo lo contrario. Se trata de reivindicar los fallos como parte de las cosas, la cara oculta como parte de la vida y la imaginación como herramienta para adivinar las historias que se esconden detrás de las cicatrices que hoy preferimos maquillar.
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