“Se me ha muerto en los brazos”
Testigos de los atentados cuentan a ELPAIS.es el horror vivido en las cercanías de la estación de Atocha
“Iba en el tren con los cascos puestos, como todas las mañanas, cuando he sentido las explosiones, pensé que habíamos chocado. Entonces he visto que el vagón de atrás había saltado por los aires. Los que podían andar han salido huyendo en estampida por las vías y había decenas de heridos... Yo me he quedado a ayudar, a sacar a los heridos. Estaba todo reventado... los cuerpos... tenía a una chica en los brazos y la hemos perdido.... Se me ha muerto en los brazos”. El que habla es Mariano, un joven de 28 años que se dirigía a su trabajo desde la localidad madrileña de Torrejón de Ardoz a bordo del tren de cercanías donde han explotado cuatro bombas a las 7.35 horas, cuando se encontraba a un kilómetro de la estación de Atocha.
Acaba de amanecer y era un día normal hasta que el terror ha recorrido las vías del tren dejando a su paso un reguero de muerte y sufrimiento. Media hora después de las explosiones, resulta difícil acercarse al distrito del Retiro, donde se encuentra la estación de Atocha, la M-30 está completamente colapsada y los agentes desvían el tráfico para dejar paso a las ambulancias y los furgones policiales. Al atravesar el puente de Vallecas, de repente, como en una ensoñación, el tráfico se ha despejado y la amplia avenida Ciudad de Barcelona se extiende de frente, casi vacía. A uno y otro lado de la calle, los vecinos, en plena crisis de ansiedad, se refugian en sus casas y tratan de usar sus móviles sin éxito mientras las fuerzas de seguridad toman la zona.
La policía ha establecido un amplio cordón de seguridad en toda la calle Téllez, que forma un cuadrante perpendicular a esta avenida y frente a la que discurren las vías del tren. Entre el ruido ensordecedor de los helicópteros y las sirenas, docenas de ambulancias hacen cola ordenadamente a lo largo de toda la calle para recoger a los heridos que, en un primer momento, han sido atendidos en los antiguos cuarteles de Daoiz y Velarde, donde se está construyendo un moderno polideportivo a punto de inaugurarse y en el que se ha instalado un hospital de campaña. Nadie se atreve a dar una cifra, pero semejante movilización da una idea de la magnitud de la cadena de atentados, desconocida hasta ahora en España. La condena, la rabia y la indignación entre los vecinos es unánime. Se escuchan gritos de "muerte a ETA".
"Tengo una puerta del tren en medio del salón"
A las puertas del centro médico privado Maestranza, a unos metros del cordón, un hombre de mediana edad tumbado en una camilla se tapa la cara, llena de heridas de metralla. Momentos después, varias enfermeras le meten en una ambulancia junto a otros heridos. Una ATS explica tratando de mantener la calma: "He visto mucha gente muerta. Hemos dado la primera asistencia a numerosos heridos, hemos hecho lo que hemos podido, esto no es un hospital. Es un desastre. No hay derecho". Junto a ella, un testigo, Miguel Montilla, muestra las terribles imágenes que ha captado con su móvil: "Han sido varias explosiones muy fuertes. Iba por la calle al trabajo y me he encontrado con el tren parado y partido por la mitad". Muchas personas, movidas por el temor de que sus familiares estén entre víctimas, piden información infructuosamente y que les dejen ir a las vías del tren y, ante la impotencia, algunas rompen a llorar.
Pero sólo los servicios médicos, las fuerzas de seguridad y un río de operarios cargados de botellas de agua tienen acceso a la zona de la hecatombe y, tras el cordón, se agolpa un enjambre de curiosos, periodistas y vecinos angustiados. No se puede entrar, pero sí salir. Numerosos heridos, con hemorragias en oídos y nariz, cortes y quemaduras, deambulan desorientados por las proximidades con las ropas rasgadas y salpicadas de sangre. Entre los agentes y los médicos, Mariano camina para escapar de todo lo que ha visto durante más de dos horas. Vestido con un chándal azul y gris y con una mochila a sus espaldas, tiene toda la cara y las manos cubiertas de sangre seca. Tras cruzar el cordón, se derrumba en un banco. Allí, con sus ojos azules muy abiertos y fijos en el suelo, narra el horror que ha vivido, todavía paralizado y bajo los efectos del impacto.
"No estoy herido, pero no oigo nada", repite una y otra vez a una farmacéutica que le ofrece auxilio. "Estoy bien, no me importa la sangre", responde Mariano, al que la señora logra llevarse poco después. "Creo que han sido tres explosiones, una detrás de otra. Aunque el tren no iba lleno porque era muy temprano, ha sido una matanza y yo me he salvado por vago, por no andar unos metros más no me he montado en el vagón de atrás". Mariano cuenta que, tras la sacudida, ha visto imágenes que recuerdan a una guerra, al 11-S, a Bagdad, a Jerusalén: "Había heridos y sangre por todas partes, trozos de personas, gente atrapada entre los hierros y las chapas y gente corriendo por las vías. A los 20 minutos han llegado los primeros policías, bomberos, el Samur... íbamos sacando a los cuerpos y los llevábamos a las piscinas del polideportivo".
Traspasa el cordón otro joven rubio, limpiándose las manos con una gasa. No quiere dar su nombre, pero explica que es sanitario y que iba en un tren que, en el momento de la explosión, se cruzaba con el que fue atacado y se detuvo. En un ejercicio de profesionalidad admirable, se bajó del tren y, en lugar de salir corriendo, cruzó las vías y se sumó a las labores de rescate. Por respeto a las víctimas, no quiere dar detalles del infierno, pero reconoce que era un espanto, horrendo. A las 9.55 horas, un estruendo sordo ha vuelto a dejar helado al vecindario. Se trata de la explosión controlada de un quinto paquete bomba, el más potente, que han efectuado los Tedax en la cabeza del mismo tren.
Una calle más arriba, un vecino da una pista para saltarse el control: "Ésta urbanización da las vías". Tras cruzar un primer portal y el patio interior, entre vecinos que se lamentan de los daños producidos por la onda expansiva en sus casas, al entrar en el segundo bloque se percibe el rumor de la catástrofe en el humo, el olor y el sonido de los cristales crujiendo bajo los pies. Y, al abrir la puerta de la calle, el caos. En la vía, yacen el tren y sus entrañas. Un espectáculo aterrador de llanto, restos esparcidos por los raíles, cadáveres en los andenes, trozos de vagones clavados en las persianas de los edificios, un manto de cristales y, de frente, la cola del tren 21431 herido, con dos trozos arrancados de cuajo en los coches quinto y sexto y el techo arrugado contra la catenaria como una lata abierta a dentelladas. "Ha sido una carnicería. Tengo una puerta del tren en medio del salón", dice Pedro Rodríguez, vecino del segundo piso, mientras observa a las decenas de personas que continúan con las labores de rescate.
A la izquierda, se puede ver el espeluznante hospital de campaña, del que no paran de entrar y salir ambulancias, que cargan hasta tres y cuatro heridos. En el suelo de albero, tirados entre los materiales de construcción, hay decenas de guantes azules usados y mascarillas de oxígeno. Dentro de las flamantes piscinas cubiertas, a las que no se puede entrar, hay una actividad frenética de los efectivos del Samur para atender a las víctimas. Las decenas de camillas con heridos y los cuerpos cubiertos con mantas y plásticos térmicos amarillos producen la imagen extraña y macabra de un lugar sin estrenar en el que esta mañana sólo hay devastación. Momentos después, visitan la zona la presidenta, Esperanza Aguirre, y después la concejala Ana Botella y el ministro de Economía, Rodrigo Rato, que han condenado los atentados, han pedido unidad y firmeza y se han solidarizado con las víctimas. Poco a poco, se evacúa a todas las víctimas y Miriam y Rocío, dos enfermeras voluntarias del Ramón y Cajal, se disponen a marcharse a las 11.45 horas porque poco más pueden hacer: "Esto es lo más horrible que hemos visto en nuestras vidas". Los datos, todavía provisionales, hablan de 150 heridos y 40 muertos a mediodía.
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