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ENSEÑANZA PÚBLICA
Tribuna
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El tono y el alma de la conversación pedagógica

La forma en que solemos hablar de la educación pública, un bien común y un derecho al mismo que asiste a todas las personas, bien podrían ir más allá del lamento y la confrontación

Trastorno de ansiedad por separación
Un colegio público de Toledo.Ángeles Visdómine (EFE)

Una lluvia otoñal de agua fertilizante y alguna DANA con esas tormentas que erosionan el terreno y a sus habitantes han cerrado, de momento, el tórrido verano. Algo así como esa sequía de conversación pedagógica, interrumpida, el pasado septiembre, por unas cuantas publicaciones y noticias que invitan a la discusión: sean, desde luego, bienvenidas. Tratemos de ampliarla complementariamente con unos cuantos comentarios.

Queremos pensar en voz alta acerca de si el tono y el alma de algunos asuntos educativos que nos interpelan y el modo en que solemos responderlos tiene más de lluvia fina fertilizante o, quizás, se parecen más a “depresiones discursivas en niveles altos” (DANA), por emular esos fenómenos meteorológicos que son más bien devastadores e influyen en la conformación de un enconado estado de opinión.

Tras el verano han visto la luz dos libros poco habituales, así por temáticas como por su repercusión: ventas impresionantes, entrevistas de los autores en radio y prensa. Uno, titulado Educación universal. Por qué el proyecto más exitoso de la historia genera malestar y nuevas desigualdades, lo han escrito brillantemente Juan M. Moreno y Lucas Gortázar; el otro, Educafakes: 50 mentiras y medias verdades, por Jesús Rogero y Daniel Turienzo con no menor brillantez y oportunidad. El primero parte de que la educación universal fue y es un gran proyecto, pero relata y ajusta cuentas sin embargo con malestares y desigualdades provocadas, así como con descontentos de la derecha y desencantos de la izquierda. El segundo es un loable empeño por desfacer entuertos, bulos y propagadores: ni la educación se libra de los estragos de la post verdad. Viene bien sacar a la luz y descalificar dichos y opiniones infundadas, eso vale por y para la escuela y educación. Por más que, desgraciadamente, no vayan a desaparecer por ello tantos “molinos de viento”, ni los molineros, gigantes, que los mueven y sostienen.

Otro caso es el informe con el sello Save The Children (STC) titulado: Por una escuela concertada inclusiva, un tema vidrioso donde los haya. Más, si esa ONG con su trayectoria asume la portavocía de datos (gran lenguaje de estos tiempos), análisis y reivindicaciones que chirrían, particularmente para la niñez y juventud más vulnerable y vulnerada. Dicho informe denuncia que la escuela concertada, versión española, es mucho más segregadora (según criterios socio económicos) que la de otros países europeos y que su calidad (a pesar de ese poderoso factor a su favor) no difiere significativamente de la pública. A la hora de hacer propuestas, solo plantea una medida correctora: se debería incrementar la financiación pública como solución para que la escuela concertada no segregue y sea inclusiva. Aquí es donde se han disparado algunas alarmas: ¿Qué nos hace pensar que la financiación añadida no servirá para seguir segregando? ¿Más financiación es igual a mayor inclusión? Las reacciones no se han hecho esperar. Manuel Fernández Navas en Diario Red, y Luis Torrego y Enrique Díez en El Diario de la Educación han escrito sendos artículos y atinadas críticas, particularmente referidas a la mencionada propuesta.

Cualquier iniciativa privada que pone en marcha un proyecto de centro propio busca una rentabilidad económica, mayor influencia ideológica, la defensa de intereses particulares que, precisamente por ello, son contradictorios con el significado del derecho común y básico a la educación para toda la ciudadanía sin distinciones. Su repercusión en la fragmentación social y en la profundización de la brecha entre intereses particulares diferentes es clara. Se opone al avance en la construcción de lo común en base a derechos y valores de justicia y distribución de bienes. Una sociedad democrática debe promover cohesión social, y la escuela es un espacio fundamental para ello.

Otro par de ejemplos merecen formar parte de la conversación. Con otros tonos y otra alma. El primero tiene que ver con un decreto ministerial de reciente aparición que atañe concretamente al Máster de Educación Secundaria. Básicamente, se amplía la formación virtual hasta el 60%, reduciendo consiguientemente la presencial al 40%: tras tantas promesas ―diría el poeta latino― “los montes parieron un ratón”. Varios autores, Imbernón, Díez y Adell, con un artículo en EL PAÍS: ¿Máster de secundaria virtual?, vienen a decir algo parecido mostrando su estupor.

Finalmente, un texto titulado El abandono de los estudios de FP en España (Salvá y Quintana, El diario de la educación). Una primera evaluación de seguimiento de la nueva FP de tan altas y justificadas expectativas ofrece una fotografía con luces y desgraciadamente más sombras de las esperadas y deseables. Persiste por los entresijos de nuestra educación un patrón transversal de exclusión (abandono, baja titulación…) que atraviesa todas las etapas formativas, incluida la prometedora FP. Su lógica sería: el origen y el pasado del alumnado influyen mucho, quizás más que el presente y el trayecto. O sea, como una fatalidad hace tiempo anunciada: “Al que tiene se le dará más y tendrá en abundancia. Al que no tiene hasta lo que tiene se le quitará.” (Mateo, 25:29. NVI): es urgente e imperativo alterarlo.

Es verdad, ni los referidos ejemplos son representativos, ni falta conversación, discusión sobre ello; hemos citado solo una parte. Reconocida y sinceramente valorada, nos atreveríamos a poner sobre la mesa la conveniencia de cambiar el tono y el espíritu que la anime. Aunque los casos elegidos no representan ni mucho menos toda la “lluvia” pedagógica, creemos que dan cabida a un diálogo complementario.

Complementaria es nuestra impresión de que los datos, cifras y estadísticas están ocupando más papel del debido. No son irrelevantes, pero no está de más recordar que importa y vale más la vida de las personas, las instituciones, las cotidianidades y los lugares de la educación, mucho más reales y decisivos que la omnisciencia que hacemos circular por los “los altos niveles” de la atmósfera. Una muestra de ello, los resultados de PISA, que tienen su valor, pero en ningún modo mayor que las vidas, experiencias, logros o fracasos de los habitantes de los que ese registro habla, sobre los que incita a conversar generando una polarización estéril, enmascarando otras facetas educativas y estableciendo silencios indebidos.

Los tonos con que solemos hablar de la educación pública, como el bien común que es y el derecho al mismo que asiste a todas las personas por imperativos de justicia e igualdad, bien podrían ir más allá de lo quejumbroso, el lamento y la confrontación. Más allá de posturas y argumentos defensivos: hay motivos sobrados para ello. Ningún otro proyecto como el de pensar, fortalecer y hacer efectiva la educación como derecho universal de todas las personas merece, sin duda, tal reconocimiento, valoración y firmes compromisos. Y hay que hacerlo con la cabeza alta y sin sonrojo, con determinación y sin excusas.

El derecho universal a la educación como proyecto no fracasó como tal: en realidad nunca llegó a desplegarse con todas sus implicaciones y consecuencias. Nunca, ni siquiera en la educación pública, alcanzó todas las cotas posibles de una inclusión auténtica: por eso compartimos que es un oxímoron la inclusión de la que se habla en el informe de STC, y una asignatura pendiente la realización efectiva de una educación justa, igual y equitativa.

No tenemos por qué ir a la defensiva. Importa interrogarnos, deliberar, acordar y comprometer qué hacer y cómo para incluir de veras a todos; resulta estéril entrar en marcos y trifulcas distractoras. Necesitamos profundizar en un debate generador de argumentos con los que seguir construyendo una ciudadanía de pleno derecho, capacidades, actitudes de civismo y solidaridad, contribuciones a una sociedad más humana y justa, a un planeta más habitable. Es preciso, asimismo, movilizar sinergias, pues son el camino y destino de la creación de sociedades más justas y empáticas. El desarrollo no puede ser ‘a costa del otro’, sino con y gracias al otro, que así deja de ser ‘el otro’. Seamos machadianos en palabras y hechos: vayamos haciendo caminos al andar, seamos caminantes juntos, no cada cual a su aire y antojo.

En definitiva, mucho por hablar, pensar y hacer colectivamente, aunque no sin indagar, comprender, sintonizar con lo que está siendo el día a día de nuestra educación y sus actores, sus condiciones, fortalezas y atascos, potencialidades y obstáculos.

La firme convicción, creencia y fe, la donación y el amor, el sentido de la esperanza y apertura a posibilidades humanas y sociales, el cuidado y el bienestar recíproco ―estelas de Freire― nos pueden hacer tan fuertes, que no caigamos en la tentación simplista de responsabilizar de lo que nos pasa solo a otros y afuera. Honestamente hemos de reconocer que la exclusión y la segregación son realidades no ajenas a la escuela pública: ocurren, son construidas y sancionadas dentro (y alrededor) de ella. Eso sí, en forma y sustancia bien distintas: la privada (concertada o no) se constituye sobre exclusiones por fundación y diseño, por estructura (es una marca de la casa). La pública se sitúa en otro universo por principio alternativo: es de y para todos, inclusiva e incluyente. Las privaciones y exclusiones que la habitan no son fundacionales sino derivadas, no de origen sino de procesos y destinos. Sea ello por la extremada complejidad de aquello que persigue y la del trayecto que se recorre, sea por omisiones o dejaciones de sus protagonistas o, también, por empeñarse en andar a ciegas, persistir en irresponsabilidades múltiples, en falta de arrojo para colocar efectivamente los derechos esenciales ‘en su sitio’.

Es preciso movilizar alternativas, crear sinergias cognitivas, emocionales, sociales, buenas palabras e intenciones bien acompañadas de decisiones y acciones consecuentes. Para ello hemos de disponer de tonos idóneos y espíritu que los vivifique, no frialdad ni lejanía. Lo necesitamos imperiosamente para reorientar la actual deriva de una sociedad banal, fragmentada e individualista alérgica al saber profundo, de sujetos mónadas sin empatía y desesperanzados, incrédulos respecto a lo que puede y debe cambiar para un mundo y educación a favor de todas las personas, no solo las más poderosas. De todo el mundo.

La conversación habrá de versar sobre qué horizontes específicos y universales, prácticos y teóricos, cotidianos y a plazos cortos, medios y largos perseguir y el alma con la cual hacer el camino. Sobre los diversos agentes que conjuntamente han de remar, sin rigidez ni uniformidades, pero convergiendo en lo esencial. Docentes y directivos, aulas y centros vivos, inteligentes y éticos. Pertrechados de sólidos saberes, capacidades y compromisos, con deontología sentida y practicada, con derechos y deberes, cuidándonos recíprocamente, buscando, creando y garantizando un bienestar transversal a todo el sistema educativo y sus habitantes. Todos ellos, incluyendo pues a estudiantes, familias, barrios, municipios, otros agentes sociales, sanitarios y de otras áreas relevantes.

La conversación por sostener ha de abrir ese capítulo de relatos por hacer. Relatos que hagan bueno eso de que la escuela y la sociedad se sirven, se apoyan y se benefician mutuamente: un nuevo contrato social por la educación, como bien reclama la UNESCO.

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