Microcredenciales: más allá de un catálogo formativo
Cuando hablamos de aprendizaje a lo largo de la vida ―y formo parte de una institución, la UOC, que hace 30 años que se dedica a promoverlo―, el centro de atención debe ser la persona y no el producto formativo
La necesidad de garantizar un planeta habitable para las generaciones futuras, las exigencias que la tecnología nos impone si la queremos complementaria o las competencias que exigen profesiones cada vez más efímeras demandan nuevas, volátiles y masivas necesidades de formación. No en vano, el último informe del Foro Económico Mundial de 2023 pronostica que en los próximos cinco años habrá una reestructuración del 23% de los puestos de trabajo actuales. Si a esta necesidad de transitar hacia modelos más digitales y sostenibles gracias a profesionales más versátiles le añadimos los condicionantes de una demografía que alarga la vida laboral, la perspectiva es que la formación pueda abarcar un período total en nuestras vidas de hasta seis décadas. Un nuevo paradigma formativo que algunos autores identifican como el “60-Year Curriculum”, o, lo que es lo mismo, la formación a lo largo de la vida, también denominada continua o permanente.
En el ámbito europeo, este reto de formación colectivo y generalizado se concretó en la cumbre de Oporto en un objetivo: que en 2030 el 60 % de los ciudadanos de hasta 60 años se encontraran en un proceso de formación; y un instrumento: las microcredenciales. Aún muy lejos de alcanzar estas cifras, el sistema universitario español asumió el compromiso reconociendo, ya en el preámbulo de la nueva Ley Orgánica del Sistema Universitario (LOSU), la formación permanente como una “dimensión esencial de la función docente de la Universidad”, e incorporando estas formaciones cortas como el mecanismo para habilitar estos procesos de recualificación profesional.
El resultado de este alargamiento temporal de las necesidades formativas es que en las universidades españolas y europeas ya no se imparten únicamente formaciones de larga duración, como los grados, posgrados, másteres y los doctorados, sino que, tal y como veremos con el inicio del próximo curso académico, se multiplica la oferta de experiencias formativas cortas. Serán cursos cortos (micro) diseñados para acreditar competencias profesionales, con una certificación de calidad (credencial) y, en el mejor de los casos, impartida en alianza con el sector productivo.
La apuesta española por las formaciones cortas como mecanismo para garantizar la empleabilidad se materializa a través del Plan Microcreds, que ha lanzado el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades y que cuenta con un fondo de 50 millones de euros provistos por la Unión Europea. Su objetivo es impulsar el desarrollo de una oferta de microcredenciales que facilite la formación a lo largo de la vida, proporcionando a las personas adultas la oportunidad de adquirir conocimientos, habilidades o competencias específicas a través de formaciones breves y focalizadas.
Sin embargo, cometeremos un error de sistema si pensamos que el lanzamiento de un conjunto de formaciones de corta duración más o menos soportadas por una diagnosis pormenorizada del mercado de trabajo es suficiente para garantizar la adecuación a los requerimientos del mercado laboral.
Cuando hablamos de aprendizaje a lo largo de la vida ―y formo parte de una institución que hace 30 años que se dedica a promoverlo―, el centro de atención debe ser la persona y no el producto formativo. Formarse a lo largo de la vida forma parte de un proceso individual de incorporación de nuevos aprendizajes que deben permitir alcanzar, en cada caso, los objetivos propuestos teniendo en cuenta las posibilidades y limitaciones existentes. Se trata, pues, de proporcionar competencias adicionales a perfiles de orígenes, trayectorias previas y opciones de futuro muy diversas.
La universidad ya no forma personas desde cero, y las necesidades de actualización son masivas y personalizada
Y si bien las microcredenciales, por su concepción modular y su orientación al logro de resultados de aprendizajes específicos, favorecen esta actualización de perfiles mediante su combinación y apilabilidad, su capacidad de influir en la empleabilidad de las personas dependerá de que se haga una buena prescripción de las mismas.
Y este es el verdadero reto del sistema universitario. Con una universidad acostumbrada a formar estudiantes de primera titulación y con un panorama laboral tradicionalmente más estable, las instituciones de educación superior han promovido una orientación profesional para el primer empleo mediante estructuras de orientación individual de contenido homogéneo y de difícil escalabilidad. Cuando la universidad ya no forma personas desde cero, y las necesidades de actualización son masivas y personalizadas, deberá habilitar mecanismos que permitan la identificación y la prescripción de competencias que sean complementarias en cada caso.
Por lo tanto, si bien las microcredenciales nos dan la oportunidad de reformular estrategias educativas, de romper con itinerarios estrictamente lineales, de promover la inclusión social de colectivos más vulnerables, de complementar perfiles competenciales y de buscar nuevos mecanismos de colaboración con el sector productivo, si no las integramos dentro de una estrategia que ponga foco en la capacidad de las personas de reconocer y cubrir sus necesidades y capacidades específicas, nos habremos quedado a medias.
Se trata de acompañar a las personas en su desarrollo vital ―personal y profesional― y esto va más allá de un catálogo formativo.
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