Tecnología y educación: entre el pánico moral y la misión institucional
Más que prohibir los móviles, la escuela debe intervenir para que el alumnado aprenda a controlar(se) y a utilizar (bien) la tecnología en que vivimos inmersos
A finales de julio pasado la UNESCO publicó su informe de seguimiento global de la educación, GEM 2023, cuyo título tradujo como Tecnología en la educación: ¿una herramienta en qué términos? Al día siguiente diversos titulares le atribuían la propuesta prohibir los móviles en las aulas… que no aparecía ni una sola vez en el informe, ni en declaraciones de la agencia. Aquí, ABC, LaMarea o Euronews, entre otros, y fuera The Times, The Independent y The Guardian, nada menos. Sí se discutían, por supuesto, ventajas e inconvenientes, promesas y los riesgos, con un tono más bien crítico, incluso hostil (en inglés era más agresivo: …on whose terms?, ¿...en los términos de quién?), y datos de una veintena de países con normas legales o reglas institucionales prohibitivas o casi (una lista que no encabezaría ningún otro palmarés).
En octubre La Vanguardia, el HuffPost, Magisnet, La Razón, El Periódico, Tele5 y otros medios se hacían eco de una encuesta de la Associació Catalana de Llars d’Infants (infantil privada), según la cual el uso de las pantallas provoca estragos en los niños de 0-3 años (la prueba de la causalidad sería que, si se dejan las pantallas… ¡en dos semanas desaparecen!).. La “encuesta”, nacida de una conversación entre directores y artesanal por decirlo suavemente, preguntaba si se percibía retraso en el lenguaje, aislamiento social, dificultades para relacionarse, alteraciones en la alimentación o el sueño, desarrollo psicomotriz y otros problemas, incluido si las familias sospechaban de autismo provocado por las pantallas (inevitable recordar otro delirio, el que lo atribuye a las vacunas). Una mera nota de prensa no publicada, sin cuestionario, ni ficha técnica, ni resultados, formada por una hoja con una decena de preguntas sí/no dirigida a las guarderías de la asociación, respondida por la mitad, y plasmada en hoja y media de gráficos con los resultados (es lo que recibí, tras no poder encontrarla y pedírsela a la asociación, a la que agradezco el gesto); suficiente para algunos medios ávidos de otra catástrofe. Este diario no la recogió como noticia, creo, pero sí una tribuna que la citaba ampliamente, incluidas las milagrosas curaciones, como parte de la “evidencia científica” a favor de la prohibición escolar. La cite quien la cite, el valor probatorio de esa encuesta es cero, pero es un interesante caso de blanqueo de una nadería que escala así a nota de prensa, noticia esperada y, en fin, parte de la evidencia, todo a lomos de la alarma social, cuando como mucho sería un indicio anecdótico para que alguien pensara en hacer una investigación algo más solvente.
Pero es que el ruido ya era mucho, gracias también a otras contribuciones: los falsos desnudos de Almendralejo, el chat en WhatsApp de Poblenou o el inefable Michel Desmurget avisando de que los móviles (antes era la televisión) están inundando el mundo de cretinos. Alertado, el Ministerio de Educación lanzaba en diciembre una propuesta abolicionista que pronto sería asumida, con ligeras variantes, por la mayoría de las consejerías y consejos escolares autonómicos (también el nacional): prohibición general del móvil en educación infantil y primaria; lo mismo, por defecto y salvo iniciativa y bajo la responsabilidad del profesor, en la secundaria común y obligatoria; y a criterio del centro en la secundaria superior, post-obligatoria.
Es de rigor señalar el reiterado énfasis ministerial, por encima de la invocación ritual de los problemas asociados a móviles y redes, en responder a una preocupación y una inquietud sociales. No es el primer episodio de pánico moral ligado a alguna nueva tecnología de la comunicación. Es ya un tópico la desconfianza de Sócrates hacia la escritura, pero también la imprenta, que trajo el paraíso lector y escolar cuya pérdida tanto se teme ahora, fue estrictamente prohibida medio milenio en el mundo islámico, capada por el Índice de libros prohibidos en el católico, causa de amplia preocupación por los demasiados libros entre muchos ilustrados, motivo de pavor ante la corrupción de las mujeres por la literatura romántica e incluso culpable de provocar suicidios adolescentes (el efecto Werther, una mera leyenda urbana). Después vendría el turno de la radio, el cine, la televisión y la música juvenil (enemigos más lejanos, que solo entraron marginalmente en la escuela), y cabe recordar que, ya en este siglo, hubo cierta histeria ante una supuesta oleada de cáncer por las antenas de telefonía, con litigios y movilizaciones por algunas cercanas a centros escolares (hasta la OMS, la UE y el Consejo de Europa se apuntaron, pero no ha habido prueba alguna en un cuarto de siglo y ya es solo historia; también se les atribuyeron dificultades con el sueño, la alimentación y la capacidad de concentración entre el alumnado, dicho sea de paso).
En el móvil, ciertamente, cabe todo, pero eso no es tan nuevo. En el diálogo ya cabían los sofistas además de Sócrates, como hoy los energúmenos en las tertulias. La escritura sirvió sin distinción a las religiones, al comercio, al Estado, a la literatura. La imprenta reprodujo la Biblia, Cervantes y Shakespeare, pero también Mein Kampf, el Pequeño Libro Rojo y un sinfín de basura. Los audiovisuales han hecho de casi todo. Lo fascinante y abrumador del artilugio digital, sea ordenador, tableta o móvil, es que en él cabe todo eso y más, porque es el metamedio, el medio de todos los medios, los que hay y los que vendrán, y él mismo cabe en el bolsillo. Pero la omnipresencia del artilugio no es ninguna conspiración diabólica, ni de las Big Tech, sino la faceta material más obvia del hecho de que, a todos los efectos, vivimos en un nuevo ecosistema informacional.
Está fuera de duda que los móviles pueden distraer y perturbar a propios y ajenos, dar acceso a aplicaciones diseñadas para enviciar (en particular las redes virtuales o medios sociales, pero hablar de adicción es de todo punto excesivo), para viralizar información manipulada o simplemente inadecuada (pero también ponerla toda al alcance), para potenciar los riesgos asociados a tantos conciliábulos y tribus adolescentes o no, etc. Es razonable, pues, vetarlos en ciertos contextos y actividades y limitarlos en otros; o sea, regularlos. También lo es hacerlo más específicamente para los menores con restricciones y ajustes en infraestructuras, dispositivos o aplicaciones. Pero prohibirlos es otra historia.
El primer motivo es más que obvio. Ya no vivimos en la galaxia Gutenberg, sino en la de internet, y la escuela no es una simple actividad ocasional, sino la institución que encuadra de manera universal, obligatoria, prolongada, prevalente y penetrante a los menores. Su misión es formarlos para el mundo que ya los rodea fuera de ella y que les espera a su término, que ya es más digital que impreso, y no ha hecho más que comenzar. Esta preparación requiere medios humanos, organizativos y tecnológicos, y el principal de estos es y seguirá siendo, hasta donde la vista alcanza, un artilugio digital, la trinidad formada por dispositivo (personal), software (metamedio) y conectividad (ubicua). En casa o en la oficina, la variante óptima es el ordenador de mesa; para el trabajo fuera de ellas y en el aula, el portátil; para mayor movilidad, menor edad o recursos más visuales (incluidos gráficos y tablas), tal vez la tableta; para leer un libro ―fantástico invento que muchos confunden con el códice―, nada como un lector de tinta electrónica (digan lo que digan los esnobs del papel); y, para lo más ocasional e imprevisto, pues el móvil inteligente.
Pero no muchos pueden contar con cinco dispositivos y en buen estado. El objetivo 1x1 (cada alumno su dispositivo), es viejo, pero sigue lejos: según las últimas cifras del Ministerio de Educación, había, en las enseñanzas de régimen general (3-18 años), 2,5 alumnos (2,8 en los centros públicos) por cada ordenador “dedicado a la enseñanza (ojo: al profesor) y el aprendizaje”, y vamos a suponer que en condiciones. Los móviles no entraron en las aulas solo por ósmosis, sino porque la generalidad de los adolescentes disponía de alguno, pero no de dispositivos más potentes y adecuados (de ahí el lema BYOD, acrónimo en inglés de Trae Tu Propio Dispositivo), algo que ratificó el confinamiento, cuando tanto ordenador familiar hubo de servir para todo y a todos. La ironía es que prohibir el dispositivo más económico abre una brecha entre quienes tienen otro mejor y propio y quienes no, o entre los centros bien equipados y los no tanto.
Por supuesto que hay un problema de atención que se agrava, pero es viejo. La obligatoriedad escolar se justificó por el bien de la infancia y contra su explotación, pero también va contra el rechazo, que siempre ha existido. Frente al exterior se elevaron las ventanas sobre la vista desde el pupitre; contra las musarañas estaban la pregunta por sorpresa, pasar el testigo de una lectura en voz alta y otros trucos del librillo; y, contra todo, una vigilancia panóptica, pupitres alineados, silencio mandatorio, el cero en conducta o la mala nota. En un mundo hipercomunicado, conectado e informado, ni la escasez ni la sorpresa van ya a suscitar la atención, que requiere interés a corto plazo o apoyarse en la fe a largo.
La pantalla como canguro familiar es una pésima opción, pero las aplicaciones que acompañan la primera lectura, la caligrafía o la ortografía pueden ser de gran ayuda ya en la infancia; programas y libros de texto tal vez ofrezcan el contenido y el recorrido más adecuados, pero cada día cuenta menos transmitir una información a la que no habría otro acceso y más, enseñar a orientarse y aprender entre la avalancha informacional; la inteligencia artificial trae tantos riesgos como promesas, pero servirá a quien la entienda y zarandeará o dejará en la cuneta a quien no. El equipamiento actual de los centros no permite prescindir sin más de los móviles; el aprendizaje escolar puede ampliarse a contextos y actividades distintos del aula que requieran ese formato tecnológico; muchas familias (y más con la eterna presión docente por la jornada intensiva matinal y la consiguiente proliferación de niños-llave) tienen buenos motivos para querer a sus menores accesibles, y ni un Estado protector ni otras familias moralizantes deben intervenir ahí. Las tecnologías capacitivas no paran de crecer, y los asistentes de aprendizaje ya lo están haciendo, y van a ir mas rápido que el equipamiento institucional y, me temo, que la capacitación docente. La “flexibilidad” no puede limitarse a las “excepciones” (para los alumnos) o las “iniciativas” del profesor, porque, si bien el móvil cabe en un bolsillo, el buen uso de la tecnología no es como sacar los recortables o traerlos de casa y demanda otra escala, en concreto proyectos de centro, por más que se diversifiquen por edades, ciclos, áreas, actividades y más.
Se puede entender la resaca tras la tan exigente como frustrante enseñanza remota en el confinamiento; la reacción que ―tercera ley de Newton― sigue a toda acción, que con objetos sensibles como los menores y la escuela deriva, fácilmente, en sobreactuación, pero lo que hace falta son proyectos educativos que aborden integralmente el aprendizaje, la alfabetización y la ciudadanía digitales; la espantada no es una opción. No viene mal, aunque sea bajo la impresión de la desescolarización en pandemia y de variados incidentes en el ámbito escolar, una revalorización de la función de cuidado y custodia de la escuela, que tendía a esfumarse tras una visión sesgada de la dignificación profesional del docente, pero la tarea es otra. El valor principal del sistema escolar desplegado en siglos XIX y XX no se redujo a cuidar a los menores, y menos a apartarlos del nuevo ecosistema informacional que a tantos alarmaba: la imprenta que prohibió el islam, la multitud de libros que desasosegaba a Lutero, el cuarto poder al que temían conservadores como Carlyle y Burke, la autoinstrucción de las clases peligrosas entre ambos siglos, etc. Residió, al contrario, en prepararlos para incorporarse y conquistar su ciudadanía en él, lo que pocas familias habrían podido hacer por sí mismas. Hoy, la transformación digital que vivimos es más rápida, más amplia y más profunda, pero contamos con un potente sistema escolar; resta por ver si va a ser el instrumento social para gestionar el cambio o, como el teclado qwerty, una solución de ayer convertida en un problema hoy. Desterrar sin más los móviles de la adolescencia y la escuela es una fórmula fácil y simple sobre el papel, pero difícil y dudosa en la práctica, que evitaría los retos al coste de renunciar a las oportunidades, de eficacia securitaria muy discutible y valor educativo obviamente nulo.
Los niños nacen y crecen todos los días, y la transformación digital es ubicua y exponencial. Las familias los acompañan, pero no tienen el mismo bagaje ni condiciones para aprender, y ahí es donde debe intervenir la escuela, como en su día lo hizo para y con la alfabetización. Debe ser el entorno institucional adecuado, el más seguro y mejor equipado, para aprender a controlar(se) y a utilizar (bien) la tecnología en que vivimos inmersos. UNESCO pregunta en qué términos, y la respuesta no puede ser otra que en los que conviene al alumnado dentro y fuera del espacio escolar, en el presente y en el futuro, en el aprendizaje y en la vida. Decía Machado que es fácil estar au dessus de la melée (o a resguardo de ella, en el santuario escolar u otro, añadiría yo, si es que fuera posible); lo difícil es estar a la altura de las circunstancias. Esta es hoy la misión de la institución y de la profesión, de la escuela y del profesorado.
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