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Contar la experiencia personal con el terrorismo en las aulas para curar las heridas

‘El final de ETA, ¿y ahora qué?’ es un proyecto pionero en España para entender el impacto del terrorismo en las sociedades vasca y navarra

Eduardo Ortiz y sus alumnos, en el colegio Larraona de Pamplona.
Eduardo Ortiz y sus alumnos, en el colegio Larraona de Pamplona.PABLO LASAOSA
Amaia Otazu

La banda terrorista ETA se mencionó un día en el transcurso de la asignatura de Geografía de España, de segundo curso de Bachillerato, en el colegio pamplonés Larraona Claret. El docente Eduardo Ortiz planteó entonces al alumnado si sabían algo de la banda terrorista. “Les mandé como primera tarea que fueran a casa y preguntaran a su familia cómo habían vivido este tema. Al día siguiente trajeron algunas vivencias y lo que quedó claro es que prácticamente no sabían nada de ETA”.

Fue la simiente de un proyecto que ha durado dos años y que ha permitido que 50 personas narren al alumnado su experiencia con la banda terrorista. Entre ellas, víctimas directas de la violencia, como viudas, huérfanos o heridos, pero también agentes policiales, periodistas, políticos ―también de la izquierda abertzale―, víctimas de torturas… Personas con nombres y apellidos, como José Manuel Ayesa, expresidente de la Confederación de Empresarios de Navarra; Sara Buesa y Tomás Caballero, cuyos padres fueron asesinados; Joseba Azkarraga, de Sare, la red de apoyo a los presos etarras; Patxi Zabaleta, exdirigente de la izquierda abertzale, o Itziar, hermana de Mikel Zabalza, víctima mortal de los abusos policiales.

El proyecto, denominado El final de ETA. ¿Y ahora, qué?, se inició con “un relato de vivencias”, detalla Ortiz. El docente invitó a sesenta personas, de las que acudieron treinta y a las que propuso dos premisas: “La primera es que iban a hablar a personas despolitizadas. Esa persona no viene a hablarles de ideas políticas ni de posicionamientos, sino que les cuenta su experiencia. Ese es el punto fuerte del proyecto”. Cada uno de ellos participó en una sesión, de una hora, en una sala cerrada en la que solo estaban el alumnado, el invitado y el docente. Esa es la segunda premisa, explica Ortiz: “El anonimato. Nadie sabía que venían. Eso fue sagrado y les dio mucha libertad”.

La primera fase del proyecto culminó con un acto público y el estudiantado elaboró 15 conclusiones que sirvieron como base para las siguientes. Estos optaron por profundizar en el sufrimiento. “Nos dimos cuenta de que no se había ahondado suficientemente en el sufrimiento que se ha generado durante estos años”. Para profundizar en ello, invitaron a 20 víctimas, “no solo de ETA, sino también otras acciones violentas”. Entre ellas, las torturas, una cuestión “que está sin afrontar. Sin equiparar una cosa con otra, pero también hay que hablar del dolor de todo el mundo”, señala.

Ortiz ha enviado el proyecto al Ministerio de Educación y al Gobierno de Navarra (que ya tiene sus propias unidades didácticas sobre el terrorismo, que incluye charlas de víctimas de ETA), aunque no ha tenido respuesta por ahora. Su objetivo es que se replique en más aulas porque “es un proyecto único” que también da una responsabilidad singular al alumnado.

“Podríamos haber sido cualquiera de nosotros”

El proyecto les ha marcado. “Podríamos haber sido cualquiera de nosotros. Mi padre podría haber estado sentado en esa silla”, dice Ander. Escuchar a estas personas, asegura, les ha permitido “personificar las cifras y el dolor”. Fueron 854 las víctimas mortales de ETA, de las que 42 fueron asesinadas en Navarra.

Hubo muchas víctimas más. Entre ellas, José Aguilar (Fuente de Cantos, Badajoz, 1962) que vive para contarlo. Ingresó en la Guardia Civil con 19 años y pidió el traslado a Navarra con 24. “No lo entendió nadie, pero yo quería conocer de cerca lo que era el terrorismo”. La noche del 22 de diciembre de 1988, Aguilar terminó su turno sobre las 10 de la noche y se entretuvo cenando con un compañero. Apenas le quedaban unas horas para irse de vacaciones porque tenía previsto casarse con su novia ese 6 de enero. Entrada la noche, escuchó el sonido de una granada impactando contra la casa cuartel de Alsasua. Salió a intentar frenar el ataque y una bomba trampa de ETA le dejó sin una pierna. Hoy ejerce como abogado en Pamplona y la prótesis es un recordatorio constante de lo sucedido. “Es un día a día complicado”.

El colegio Larraona ha sido sede de un proyecto que su impulsor, el profesor Eduardo Ortiz, califica de "único".
El colegio Larraona ha sido sede de un proyecto que su impulsor, el profesor Eduardo Ortiz, califica de "único".PABLO LASAOSA

“Explícale a tu hija de tres años por qué ya no tiene amigas”

La historia de Eva Pato es una de las que más conmovió al alumnado. “Cuando subíamos las escaleras, ni nos mirábamos entre nosotros. Después teníamos una clase, pero ¿cómo quieres que siga después de la barbaridad que acabo de escuchar?, rememora Leire.

Eva Pato, natural de Zumaia, es viuda de José Santos Pico, policía nacional que se suicidó en la cocina de su casa el 14 de enero de 1994. Sufría el conocido como síndrome del norte, un estrés continuo por el miedo a ser objeto de un ataque. En total, las viviendas en las que residían sufrieron cuatro, dos de ellos con bombas. En el primero “la cuna de mi niña salió lanzada. Al reventar los cristales, cayeron dentro de la cuna y, como no se movía, pensábamos que estaba muerta, pero la mantita le protegió”, narra Pato. Conocieron de cerca la tragedia por el asesinato de amigos y conocidos. En 1991, la hija de un compañero, Koro Villamudria, murió a consecuencia de un atentado. “Mi marido no asimilaba que a sus hijos les pudiera pasar algo. Entró en depresión y un día vino a casa y se suicidó. Era de noche, estábamos acostados. Cuando mis hijos oyeron el disparo, intentaron ayudarle. Eran dos niños, uno de 13 y otro de 7 años”, recuerda Pato. Lo tiene claro: “ETA le ayudó a pegarse un tiro”.

Ahí no acabó el dolor. Acostumbrados a no poder contar quién era su padre, tras su muerte, el más pequeño ni siquiera quiso hablar con el psicólogo. “Me dijo que no le llevara más porque ese hombre quería saber cosas de papá y él no podía contar nada”. La más pequeña, de apenas tres años, fue excluida de juegos y cumpleaños. “Me decía, mamá, ¿es culpa mía?”. Pato también lo sufrió en su trabajo. “Cuando falleció, supieron que era mujer de un policía y me cambiaron de zona porque hubo una persona que decía que cuando yo entraba en su despacho, olía a muerto”. Tampoco fueron atendidos por las instituciones. “Como no había sido ni una bomba ni un tiro directo, no fuimos reconocidos como víctimas”. Tampoco hoy lo son.

Con motivo del décimo aniversario del fin de ETA, en 2021, el Gobierno foral elaboró una encuesta entre adolescentes de secundaria. Solo el 57% sabía qué era ETA y un 26% consideraba que el uso de la violencia “puede estar justificado en algún caso para la obtención de fines políticos”.

Tras la experiencia de este proyecto, el alumnado no cree que vaya a volver la acción armada, si bien reconocen que la sociedad sigue dividida y que falta libertad. Lo ejemplifica una de ellas: “Mi hermana lleva una pulsera de España y mi madre siempre le pide que se la tape o se la quite para ir al pueblo”. Es imprescindible, concluyen todos, hablar de lo sucedido para curar las heridas.

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