Cuando la teatralidad se apropia del hecho educativo
La competición por atraer alumnado ha generado cierta obsesión en los centros por ofrecer una imagen positiva, que no siempre va acompañada de mejoras en la calidad educativa.
Si comparamos la vida de las escuelas actuales con la de hace solo un par de décadas, veremos muchas prácticas que antes no se hacían o que estaban poco extendidas. A pesar de que estas nuevas acciones no han sido impuestas a los docentes, han ido calando hasta ocupar una parte significativa de la vida escolar. Entre otras, han aumentado los festivales, graduaciones, efemérides, se ha multiplicado el envío o publicación en redes sociales de fotos y crónicas de lo que acontece en las aulas, se han generalizado las jornadas de puertas abiertas y han proliferado los distintivos, etiquetas y sellos de calidad de instituciones educativas tanto públicas como privadas. Ante este fenómeno, las familias se sitúan en un continuo que va desde la exigencia implícita, pasando por la apatía, hasta la sobrecarga vinculada a las demandas de participación y a la cantidad de información proveniente de los centros.
Todas estas propuestas tienen un rasgo en común: transmiten ―de forma consciente o inconsciente, falsa o veraz― ideas sobre qué y cómo se trabaja en un centro, de modo que las familias se forman una opinión al respecto. Configuran así su imagen de marca, de forma similar a como lo hacen las empresas privadas. El objetivo, explícito o implícito, es diferenciarse en el mercado educativo para lograr una mayor demanda. Entra en juego aquí una visión de la libertad educativa muy limitada, entendida como la posibilidad de escoger entre una serie limitada de productos preconfigurados. Así, determinados ritos con dudoso aprovechamiento pedagógico, como por ejemplo las graduaciones, se han convertido, prácticamente, en obligatorias por lo que suponen para muchas familias y para la imagen del centro.
Este fenómeno no es ajeno a las dinámicas generales de la sociedad, donde la imagen de marca resulta de vital importancia para la supervivencia de cualquier organización. Estas prácticas de marketing y autopromoción, tradicionalmente desarrolladas por los centros privados que necesitan justificar su labor y captar clientes, son adoptadas también por los centros públicos en lo que se denomina privatización educativa endógena, que ocurre cuando el sector público adquiere ideas, técnicas y prácticas propias del sector privado. En la medida en que los centros deben competir por la matrícula, la reputación se vuelve fundamental, puesto que es determinante para la elección de las familias. En un contexto caracterizado por una fuerte caída demográfica, la existencia de un mercado educativo heterogéneo y por un diseño de la oferta de plazas que descansa ―supuestamente― sobre la demanda de las familias, la guerra escolar es abierta y “todo vale” para atraer al alumnado.
La pregunta es: ¿Estas prácticas mejoran la calidad de la educación? Los defensores de los mercados educativos consideran que la competición entre escuelas fomenta un círculo virtuoso que lleva a los centros a implementar estrategias de mejora. Sin embargo, la evidencia empírica no ha confirmado esta idea. Más bien al contrario: esa competitividad genera, además de otros efectos negativos como una mayor segregación escolar socioeconómica y sociocultural, una alta presión para que las direcciones y los claustros se preocupen por cuestiones que pierden de vista al alumnado como destinatario último de la acción escolar. Evidentemente, la necesidad de dejar constancia de los procesos educativos y difundirlos no afecta de la misma manera a todas las actividades ni a todos los centros.
En este punto entra en juego el marketing educativo entendido no como la difusión de las buenas prácticas, sino como un proceso próximo a la mercadotecnia. Muchas de estas actividades se realizan no por su sentido educativo, sino por su función fundamentalmente mercantil y están pensadas a partir de la visión adultocéntrica de otros agentes. La priorización de la búsqueda de diferenciación no solo afecta a eventos puntuales, sino que puede impactar también en las propias propuestas didácticas. Este influjo de la imagen sobre los procesos educativos conduce a que, en ocasiones, algunas tareas se diseñen priorizando ofrecer una buena imagen o conseguir algún tipo de distinción más que por el logro que conseguirá todo el alumnado. Dicho de otro modo, a veces parece que se prioriza el classdojo (herramienta para facilitar información a las familias) sobre el aprovechamiento pedagógico, en una especie de postureo educativo.
De forma similar, algunas propuestas de innovación, sellos de calidad o el uso de determinadas metodologías se adoptan de forma acrítica persiguiendo más la etiqueta que una transformación profunda y eficaz de las prácticas escolares. La hegemonía de la imagen y la rendición de cuentas lleva a que ganen protagonismo acciones que generan un resultado observable y documentable, en detrimento de otras que, aunque podrían tener un mayor sentido educativo, no conllevan productos medibles. Es el efecto Campbell aplicado a la elección de centro: cuanto más influye un indicador en el devenir de los centros, en este caso su imagen, más posibilidades hay de que se altere de forma artificial. Al respecto, habría que considerar hasta qué punto la información que llega a las familias refleja la realidad del centro y cómo influye en el proceso de toma de decisión sobre la escolarización. Evidentemente, no se cuestiona la necesidad de innovación y promoción de las buenas prácticas, sino el enfoque con el que estas se diseñan en algunas ocasiones. Un enfoque que ha llevado a que muchos docentes cuestionen la innovación per se o se muestren escépticos, acostumbrados a observar el uso de metodologías innovadoras prácticamente como eslóganes comerciales.
Este nuevo paradigma, donde la imagen juega un papel vital, ha llegado al contexto educativo e implica que, a la larga lista de atribuciones docentes, se une la de documentar y difundir actividades que ofrezcan una visión positiva del centro. Esta fuerte presión por documentar los procesos educativos va unida a una creciente asunción de que las familias tienen derecho a recibir información detallada sobre lo que ocurre en las aulas. Ello genera una suerte de existencialismo educativo en el que lo que no se muestra ―lo que no se difunde y publicita― no ocurre. No es suficiente con que el alumnado adquiera determinadas competencias y conocimientos, sino que además el proceso debe quedar registrado en documentos, productos o imágenes que reciben las familias o se difunden en redes. El problema aparece cuando las prioridades se invierten y la teatralidad se apropia del hecho educativo.
A esta urgencia por distinguirse se suma la necesidad de atender las expectativas sociales crecientes depositadas en la educación formal, lo que impone un ritmo que dificulta consolidar los aprendizajes y fomenta un tratamiento superficial de múltiples temas. Es necesario, por un lado, recibir estas expectativas con cautela y reflexión, y por otro, renunciar a la amplitud en favor de la profundización. Las campañas de sensibilización, efemérides, concursos, etc. pueden ser actividades sumamente valiosas desde un punto de vista educativo, pero han de insertarse en los procesos de enseñanza y aprendizaje de forma natural, lo que conlleva la dedicación de tiempos específicos. La solución no pasa, necesariamente, por la eliminación de estas actividades, sino por una planificación adecuada que priorice unas temáticas frente a otras y les dote del tiempo necesario, pues resulta imposible asumir todos los temas en todos los niveles.
Nada parece indicar que este fenómeno vaya a disminuir, pero reducir la competición entre centros y garantizar la existencia de procesos de calidad en todas las escuelas parece un futuro deseable. La apertura y cierre de líneas de un curso al siguiente no puede depender, exclusivamente, de la demanda social de las familias (muchas veces no demostrada por la administración), ni la supresión de unidades debe recaer únicamente sobre los centros públicos, a menos que quiera desatarse una guerra escolar por la matrícula que perjudica la mejora educativa y al sistema educativo en su conjunto. Para ello, es necesario eliminar una competitividad entre centros que genera un estrés contraproducente, no mejora las prácticas pedagógicas y supone un alto coste de oportunidad en términos de tiempo y esfuerzo. Urge, por tanto, reducir el influjo del marketing en la práctica educativa para ponerla al servicio del derecho a la educación. La dificultad estriba en encontrar el término medio entre la difusión de los procesos llevados a cabo en los centros y el extremo de diseñar las propuestas pensando en su publicidad. Las escuelas deben ser transparentes, estar abiertas a la comunidad y trabajar de forma conjunta con ella, pero asumiendo siempre que todos los esfuerzos deben tener al alumnado como centro de su quehacer cotidiano.
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