_
_
_
_
_
Reforma educativa
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El lío de la evaluación escolar

Pasar de poner nota a hacer una valoración constante y formativa de los aprendizajes no será un camino sencillo, requiere un cambio de mentalidad

Un alumno de primero de ESO, en una imagen de archivo.
Albert Garcia

La enésima reforma del sistema educativo nos vuelve a colocar, en la práctica, en el mismo dilema que hace años, cuando éramos nosotros a los que, como estudiantes, nos afectaban los cambios en la implantación de nuevos modelos de enseñanza. Las leyes educativas son papel: lo que preocupa a las comunidades educativas son las “cosas de comer”: cómo se va a evaluar, cómo se pasa de curso, cómo se va a titular, cómo se recupera una materia y cómo ayudar a quienes más lo necesitan sin apenas recursos a nuestro alcance. Y ahí sigue habiendo muchas incógnitas.

Hace no mucho, cuando visité la casa de mi madre, donde me crié, encontré en uno de los cajones de mi antigua habitación un boletín de calificaciones de mi época de la EGB. El libro de escolaridad, me parece que lo llamábamos. En él, pude ver lo que muchos de ustedes tienen en mente cuando circula eso de que se van a suprimir las notas numéricas: en esa época, nosotros tampoco teníamos notas, sino valoraciones descriptivas de las de siempre, en forma de “sobresaliente”, “notable”, “suficiente”, etcétera. Llegó a existir el “deficiente” y el “muy deficiente”, recordarán muchos, a la par que tal vez suspiren diciendo aquello de que “no tuvimos ningún trauma por ello”.

La última reforma escolar procura, en una loable declaración de intenciones, sanar los males de nuestro sistema educativo: la histórica alta tasa de alumnado repetidor y seguir bajando las cifras de chicos y chicas que abandonan sin el título de la enseñanza obligatoria. El problema es que se están extendiendo entre las comunidades mensajes y creencias en torno a la idea de que, aunque sea cierto que cada vez abandonan menos antes de acabar la ESO y también que la tasa de repetidores ha descendido, no queda claro que eso suponga que nuestro alumnado de hoy aprenda más y mejor que el de antes.

Lo que sí es evidente es una cosa: familias, estudiantes y muchos docentes empezaron este curso plagados de una incertidumbre nada alentadora sobre cómo iba a evaluarse al alumnado: de dónde iba a salir la calificación final en un momento en el que el examen como instrumento único de evaluación está en jaque por su discutible eficacia pedagógica. Los profesionales de la educación han tenido una suerte dispar para desenredar este complejo entramado de la evaluación, en función de la formación que en estos meses hayan podido recibir, pero ¿qué ocurre con los padres, las madres y el alumnado? ¿Están bien informados ante la implantación de un modelo evaluador en el que la calificación numérica da un paso a un lado para integrar otro tipo de estrategias didácticas que permitan en mejor medida valorar el progreso de un estudiante?

Muchos docentes se sienten a veces solos ante el lío que supone cambiar nuestra mentalidad sobre la evaluación”

Al menos yo no las tengo todas conmigo sobre si las comunidades educativas tienen claro que la evaluación y la calificación son dos conceptos diferentes. También me temo que muchos docentes aún no se sienten seguros ante un planteamiento en el que aprender se concibe como un proceso regulador que parte del diálogo, y no un resultado final numérico plasmado en un boletín: por usar un símil, como cuando nos sentamos junto a nuestros hijos e hijas y hablamos sobre sus fallos, los nuestros, sus aciertos y errores, y los orientamos sobre cómo pueden mejorar, por ejemplo, su comportamiento, su actitud y sus relaciones con ese compañero de clase con el que no se llevan bien. Eso que hacemos las familias, en definitiva, es similar a evaluar, a formar: un seguimiento en el camino del aprendizaje, al igual que la crianza es una compleja red de interacciones sociales, de conexiones y encuentros en un entorno de acompañamiento que siempre es determinante.

Sin embargo, el momento de gran complejidad social y brechas socioeconómicas en el que se ha implantado esta nueva ley educativa (no olvidemos que salimos de una pandemia que quebró la escuela de arriba a abajo), ha propiciado que muchos docentes se sientan a veces solos ante el lío que supone cambiar nuestra mentalidad sobre la evaluación. Por eso, fruto de ese desconcierto, se refugian en lo que hicieron con ellos cuando eran estudiantes y que les permitió ir bien, a la par de que otros se quedaban en el camino: exámenes de preguntas y respuestas en los que el aprendiz tiene que demostrar, en una especie de rendición de cuentas, su capacidad para retener de forma temporal —que no interiorizar— una serie de temas trabajados y explicados en clase con mayor o menor fortuna.

Sin embargo, multitud de estudios llevados a cabo en contextos escolares y sociales diversos nos indican que los modelos educativos más basados en la reciprocidad, en el diálogo y el contacto estrecho con el alumnado para hacerles despertar inquietudes, cuestionamientos y que puedan incorporar saberes para construir su conocimiento en su memoria, son los que arrojan mejores resultados. Por eso, evaluar no es poner una nota, ni tampoco es poner un insuficiente o un sobresaliente, como bien se explica en recientes publicaciones como La evaluación formativa (SM, 2022), de Mariana Morales y Juan Fernández: evaluar es crear espacios y soportes cualitativos de feedback constante sobre lo que aprendemos, cómo lo aprendemos y por qué lo aprendemos, siempre con la oportunidad de que el estudiante entienda la importancia de su error y reconstruya su perspectiva personal sobre los saberes; todo ello más allá de mecanizar que equivocarse conlleva un castigo en forma de suspenso, y que eso determine otras consecuencias más severas.

Con ello no digo que, en una nueva forma de entender la enseñanza, haya que acabar de forma radical con la traducción numérica que suma y convierte en cifras ordenadas de 0 a 10 lo que un alumno o alumna hace a lo largo del curso en una prueba, trabajo, pódcast o exposición. Eso va a ser muy difícil. Pero sí mantengo que en las comunidades escolares debemos hacer un debate sosegado sobre cuáles son las implicaciones formativas que están en los instrumentos que diseñamos para evaluar, y sobre la importancia de que familias y estudiantes entiendan qué aprendizajes hay detrás de nuestros diseños evaluadores, cuáles pueden quedarse en el camino y qué progresos concretos se obtienen, más allá de rendirle cuentas a alguien por una nota.

El camino para alcanzar esta evaluación construida como un minucioso proceso de reciprocidad y reflexión pasa por tener menos alumnado a cargo de cada docente como requisito clave. Pero también pasa por un cambio de mentalidad y por abrir canales de información sólidos a la colectividad de los centros, para que por fin entendamos que el lío de la evaluación puede resolverse a través de la propia idea de lo que es la acción de evaluar: un acto humano de escucha, de conversación, de mejora y de saber levantarse tras la caída habiendo aprendido algo. Porque, al final, de eso es de lo que se trata.

Puedes seguir EL PAÍS EDUCACIÓN en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites
_

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_