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EL DEBATE EDUCATIVO
Tribuna
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Radiografía imperfecta de la crispación educativa

Un relato en torno al sistema educativo no basado en las evidencias de la investigación empírica y alejado de la realidad ha encontrado su caldo de cultivo en la frustración de parte de la comunidad educativa

Una clase de la ESO en un centro público.
Una clase de la ESO en un centro público.KIKE TABERNER

En el ágora que constituyen hoy las redes sociales se ha instalado una creciente crispación en torno a la educación que afecta no solo a los temas en disputa habituales, sino también a la propia concepción de la educación. A nuestro juicio, existe un discurso que ha sido capaz de canalizar cierto malestar docente y que ha contribuido a la polarización del debate sobre cuáles son los principales problemas (y soluciones) de nuestro sistema educativo. Este discurso asume, al menos, las siguientes ideas:

  1. Se ha producido una expansión, hasta lograr la hegemonía, de un enfoque netamente pedagógico que apuesta por cuestiones como el desarrollo de competencias, la motivación, el juego o la atención a las emociones del alumnado. Este enfoque se relaciona con la “innovación pedagógica”, pero en realidad es un conjunto de prácticas ineficaces no contrastadas por la investigación educativa. Estas prácticas (siempre según este discurso) priorizan aspectos superfluos que relegan los saberes a un segundo plano y evitan que el alumnado memorice y se esfuerce, reduciendo el nivel de exigencia.
  2. La generalización de esta perspectiva pedagógica ha producido un descenso en el aprendizaje, en la reflexión del alumnado y en la capacidad del sistema educativo para promover la igualdad de oportunidades, pues deja al alumnado desfavorecido desprovisto de los saberes académicos necesarios para la vida. Por ello, el sistema ha dejado de funcionar como el ascensor social que era en los años 70 y 80 del pasado siglo.
  3. La LOMLOE impone este enfoque al profesorado y condiciona así la mayor parte de su actividad docente. Esto ha ocurrido por la exclusión del profesorado en activo de la toma de decisiones y por la excesiva influencia de los “expertos”, que no están legitimados para emitir conocimiento válido sobre educación porque no son docentes en etapas no universitarias, desconocen la realidad educativa y tienen intereses personales y/o corporativos.
  4. Este enfoque pedagógico hegemónico, que apuesta por elementos simbólicos y no tiene en cuenta la realidad de las aulas y sus problemas estructurales, considera que los docentes pueden resolver todos los problemas de la educación, por lo que les culpabiliza de que estos sigan existiendo. De esta forma, al sistema educativo se le exigen funciones inasumibles que le trascienden más allá de la transmisión del conocimiento.
  5. Esta perspectiva pone el énfasis en la innovación metodológica como excusa para seguir desatendiendo las graves carencias de recursos en la educación pública y los procesos de privatización.

Si este relato se contrasta con las evidencias de la investigación empírica, podemos extraer algunas conclusiones:

En primer lugar, no parece que exista un enfoque pedagógico puro como el que se plantea ―salvo, quizá, en contadas excepciones―. De existir, no hay indicios de que estas prácticas sean hegemónicas ni en los procesos de legislación educativa ni en los centros educativos y, por tanto, esta no puede ser la causa del supuesto declive de la calidad educativa en España.

En segundo lugar, el mito de la caída del nivel educativo resulta muy eficaz, ya que coincide con el imaginario colectivo de cada generación respecto a la posterior. Sin embargo, la mayoría de los datos desmienten que se haya producido un descenso de la calidad educativa en las últimas décadas en términos de inclusión, acceso, proceso y resultados. No obstante, sí existen datos que indican que se ha producido un declive en algunos aprendizajes desde la irrupción de la pandemia, por lo que es razonable atribuirlo al impacto de las medidas sanitarias y no a otros factores sin efecto contrastado, como las recientes reformas legislativas, cuyos efectos no pueden ser evaluados aún. En este sentido, resulta llamativo que la innovación docente se erija como causa de todos los males, mientras que no se cuestionan otros métodos considerados tradicionales ―hegemónicos en la actualidad― y se omiten los profundos cambios que ha experimentado nuestro país en las últimas décadas y que han impactado directamente en nuestro sistema educativo. Entre otros, intensas transformaciones familiares, una revolución digital que ha afectado al modo en que pensamos y nos relacionamos, una sociedad multicultural que ha redefinido nuestra identidad, el progresivo y planificado deterioro de lo público y un aumento sostenido de la segregación socioeconómica del alumnado. Del mismo modo, las comparaciones con la década de los 70 y 80 tienen escasa capacidad explicativa, puesto que en aquella época había grandes capas de la población que no accedían a la educación postobligatoria y la movilidad social no la producía tanto el sistema educativo como el cambio político y económico de una sociedad en transición hacia una democracia y una economía desarrolladas.

En tercer lugar, si atendemos a la letra y al proceso de diseño de la LOMLOE, no se corresponde con la realidad que esta ley imponga un modelo pedagógico unívoco y tampoco que haya excluido a los docentes en su elaboración. De facto, la mayoría de los asesores que han contribuido a la misma son docentes de etapas no universitarias en activo.

En cuarto lugar, todas las leyes educativas en democracia han atribuido al sistema educativo funciones relacionadas con el desarrollo integral de la persona y la búsqueda de una sociedad más justa. Estos principios van más allá de la mera instrucción, lo que no significa, como es evidente, que se deban depositar en la educación toda la responsabilidad como única herramienta para resolver los problemas sociales.

Finalmente, en quinto lugar, los movimientos sociales en defensa de la educación pública han estado y siguen estando intensamente vinculados a la innovación educativa. En la gran mayoría de los casos, estos movimientos han concebido la innovación como el desarrollo de procesos de formación y praxis docente eficaces para garantizar el derecho a la educación para todo el alumnado y combatir las desigualdades e inequidades educativas. No parece razonable mezclar estos procesos de reflexión colectiva y compromiso social con la utilización del eslogan vacío de la innovación pedagógica por personas y entidades cuyo objetivo principal es distinguirse en el mercado privado de la educación.

Si no existen evidencias que justifiquen partes esenciales de este discurso cabe preguntarse por qué es asumido por muchos docentes y por una parte de la sociedad. Al igual que el trumpismo encontró su caldo de cultivo en los perdedores de la globalización, este discurso ha arraigado en una frustración real de parte de la comunidad educativa. Desde nuestro punto de vista, existe un malestar latente que ha emergido con fuerza, por varios motivos:

Este caldo de cultivo ha provocado el florecimiento y la extensión de un relato alejado de la realidad, pero que va ganando adeptos porque sirve como reacción defensiva y protectora ante una situación ciertamente difícil y compleja para muchos docentes. Una reacción que está recurriendo, con demasiada frecuencia, a la caricatura de quienes introducen innovaciones docentes o defienden la inclusión educativa, a la agresividad hacia los “expertos”, la negación de la investigación y a comparaciones simplistas con tiempos pasados. En ocasiones, este discurso es amplificado por referentes de diferentes disciplinas (literatura, periodismo, filosofía o política), lo que alimenta que parte de la opinión pública interiorice una visión distorsionada y fundamentalmente negativa del sistema educativo.

La crispación en el debate educativo es preocupante porque aumenta la desmotivación docente, rompe los puentes entre la investigación y la docencia, contribuye al desprestigio de la profesión y al desánimo de unas familias y alumnado que asisten atónitos a la guerra fratricida, y resta energías para generar un diálogo constructivo que avance hacia la mejora educativa. Al respecto, considerar la voz de los docentes como monolítica y la única legítima significa excluir otras perspectivas, como las de los investigadores, las familias y el propio alumnado, que tienen mucho que decir. Es también negarse a que la ciudadanía discuta cómo quiere construirse a sí misma. Al mismo tiempo, resulta poco productivo considerar que el debate educativo se puede producir de espaldas a los docentes o tomando estos solo como objeto de estudio. Entendemos, por tanto, que es necesario un diálogo sosegado, basado en ideas, datos, investigaciones y argumentos diversos, sin menospreciar ninguno por su procedencia. Y, cuando no estemos de acuerdo, mejor siempre argumentar que acudir a la manida, frágil y ofensiva atribución ad hominem que envenena el debate y nos aleja de consensos mínimos posibles, del entendimiento, la comprensión y, en definitiva, de un diálogo razonable.

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