La Nochebuena de 2022 (Yo y mi alumno. Delirio educativo)
Cualquier conversación entre docentes podría traducirse en el quebradero de cabeza que ha supuesto adaptarse a nuevos requerimientos legales, montañas de burocracia y tecnicismos indescifrables
Un delirio educativo. Con esa metáfora podríamos resumir el desaire legislativo al que los políticos nos tienen acostumbrados en la historia de nuestra democracia. Así empezamos el año —atenazados en ese momento ante un repunte de la pandemia— y así lo acabamos, ya a las puertas del paréntesis navideño: con incertidumbre y extenuación. Una partitura que suena ciclo tras ciclo.
Tranquilos, que de delirios de este tipo sabemos ya mucho, y de punzantes críticas que los retratan, también: hace casi doscientos años se movió en ello Mariano José de Larra (que firmaba como Fígaro) magistralmente entre la ironía y el sarcasmo en sus brillantes creaciones. Como observador de la realidad social de su tiempo, el escritor, con su aguijón punzante en cada palabra, se acercó a ciertas debilidades de la cultura española, y su máxima expresión la alcanzó en La Nochebuena de 1836 (Yo y mi criado. Delirio filosófico), su último artículo antes de su repentino suicidio.
La educación española también se debate en un permanente estado agónico, en el que salen perdiendo las familias y, sobre todo, el alumnado más vulnerable. Este año pospandémico ha sido demostración de ello. Los males que aquejan a la escuela, a pesar del encomiable empuje de muchos, siguen encadenando a las comunidades educativas a la desesperación, perdidos —en medio de aulas abarrotadas— sobre todo en la maraña de los rompecabezas por excelencia: el diseño de los currículos y el puzle indescifrable de la evaluación. Una vez transcurrido el primer trimestre de este curso 2022-2023, cualquier conversación entre docentes podría traducirse en el quebradero de cabeza que ha supuesto adaptar sus procesos de enseñanza a unos nuevos requerimientos legales que se pierden en montañas de burocracia, ambigüedades en su concreción, desemejanzas según el centro, tecnicismos indescifrables en textos complejos y retrasos imperdonables a la hora de publicar las novedades y cambios.
Pocos nos acordamos de que los estudiantes son los grandes perjudicados de esta anomalía en forma de delirio educativo permanente: si el profesorado no es capaz de concretar muchos aspectos de las leyes en su trabajo diario, imagínense la disparidad a la que se ven sometidos ellos. Deberían estar claras, a estas alturas, las diferencias entre evaluar y calificar, entre lo que era un estándar y lo que es un descriptor, entre lo que es una herramienta de evaluación y lo que es un instrumento, entre una situación de aprendizaje y una unidad didáctica; pero, si no pueden muchos profesionales de a pie de aula salir de esa encrucijada sin retorno porque no se aclaran los que están por encima, ¿qué pensará nuestro alumnado de este galimatías permanente en el que hemos convertido la educación según quien gobierne? «Nada», me podrán responder muchos de ustedes. «No piensan ni opinan sobre esto», podrán replicar, y tal vez no estén desencaminados. Y eso es lo triste: que hemos incrustado tanto en el ADN estudiantil su conversión a números y a sujetos pasivos de los vaivenes del acto educativo en los torbellinos de las reformas burocráticas, que ya simplemente acatan los designios (o caprichos) que les toque vivir, según el periodo legislativo en el que se encuentren y según el equipo docente que les toque (porque al final todo se reduce a esto último). Preocupante.
El otro gran delirio educativo tiene nombre de programación didáctica (tiemble usted, querido profesor), desde su portada hasta la última de sus habituales casi cien páginas. No sé si alguien de entre los más de 750.000 docentes que hay ya en España (según cifras del ministerio) tiene la varita mágica para hacer de este documento lo que debería ser: un instrumento de trabajo útil y flexible, con la extensión justa y necesaria, como parte del camino colectivo de mejora y como herramienta base de la práctica escolar y la autorreflexión crítica. Por muy optimistas que seamos, no creo que nadie de los que pisamos el aula haya logrado aún dar con la tecla adecuada de este pantano documental en el que el profesorado se ve inmerso cada año. Un proceso de elaboración laborioso y lleno de incógnitas que, más allá de ser el amparo, en lo que cabe, ante una posible reclamación —es triste que al final se programe para eso— nos deja casi sin fuerzas en medio de clases masificadas ante lo más importante de la profesión: la formación para la mejora, la personalización de la evaluación del alumnado y la preparación de una praxis de calidad, acorde con las necesidades de cada estudiante. Eso queda para el final en medio de este delirio educativo.
Y no debería ser así: yo y mi alumno (si jugamos con el título del artículo de Larra). O, mejor: mi alumno y yo. Esa relación de reciprocidad eminentemente humana es la clave del sistema educativo y de la construcción del conocimiento que se forja cada día en los espacios académicos. Y ese tiempo precioso para educar, para aprender, para encontrarnos en el otro, en las dificultades, en los progresos y en el proyecto de edificación colectiva que supone formarnos como docentes en comunidad, se evapora en una permanente contrarreloj. Se diluye a la par que se industrializa más y más un proceso casi ya fabril que nació como supuesto punto de encuentro pero que, en realidad, se encuentra, mucho tiempo después, en una telaraña hilada por multitud de mecanismos de control e hipervigilancia de la que no logramos salir.
En medio de este delirio educativo, a veces pienso que no hemos entendido nada, y que tal vez nos falte tiempo para pararnos y entenderlo (no lo logró ni una crisis sanitaria mundial que duró muchos meses y que quebró la educación mundial con el cierre de las aulas). Ahora se apagan las luces por unas semanas y llega en breve la Nochebuena de 2022, esperemos que diferente a lo que fue aquella de 1836 para un Fígaro atormentado. Ojalá sea para todos un respiro necesario para un tiempo de desasosiego, sí, pero también para rebuscar un anhelo de esperanza con el fin de que, de una vez por todas, pueda producirse algún día ese diálogo educativo para la mejora y la cohesión social: motor para reclamar de una vez por todas el valor de la educación como lo que es —un bien común— y en línea con los necesarios avances de nuestro tiempo.
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