La escuela monógama
Es en la escuela donde aprendemos a reproducir las leyes del pensamiento monógamo, donde se determinan las estructuras y los sistemas automáticos sobre los que acabamos diseñando nuestras intimidades en la edad adulta
El domingo fue 14 de febrero. Ana, 16 años, primero de bachillerato, me cuenta que no vendrá a comer porque se va «a celebrar San Valentín a Las Vistillas». Por un lado, me sorprende, porque Ana ha sido educada en el pensamiento crítico, pero, por otro lado, no me sorprende en absoluto, debido a la naturalización de esa fecha como día mundial del amor de pareja.
Aunque tengo que decir que este San Valentín ha sido distinto, no solo por las condiciones que nos rodean, sino también porque he notado un giro importante en los artículos que se han publicado sobre el tema en prensa y redes. Este giro pone de manifiesto la creciente visibilización del trabajo que llevan realizando diferentes activistas sobre otras formas de construir lo que se denomina amor, siendo una de las primeras Brigitte Vasallo en su libro Pensamiento monógamo, terror poliamoroso (La oveja roja, 2018). Muchos de estos textos revelan que el modelo de amor hegemónico se propaga, fundamentalmente, a través de la cultura visual y de la familia, pero creo que ha llegado el momento de revisar qué pasa con este tema en la escuela.
Porque es en la escuela donde, definitivamente, aprendemos a reproducir las leyes del pensamiento monógamo. En ella se fijan muchas de las reglas inmutables de la monogamia obligatoria, unas reglas que la periodista norteamericana Amy Gahram analizó a través de la metáfora de la «escalera mecánica de las relaciones». Esta escalera vuelve consciente los escalofriantes peldaños que la sostienen, tan concretos como interiorizados, entendidos como naturales cuando son parte de la construcción cultural reciente de las estrategias del amor romántico.
Según mi criterio, el principal problema es que la ausencia de un cuerpo de conocimientos serio, sano y continuado durante todas las etapas de la vida escolar (desde infantil hasta el bachillerato), junto con la falta de impulsos de otro tipo de vínculos sociales, nos aboca a que sean las prácticas en vez de las representaciones (y el currículum es la madre del cordero de las representaciones en la escuela) las que determinen las estructuras y los sistemas automáticos sobre los que acabamos diseñando nuestras intimidades en la edad adulta.
Miremos al patio una vez más, al espacio en el que se relaja el control profesoral y los cuerpos y las mentes se ocupan de lo que realmente les importa a los estudiantes. En ese patio tiene lugar la verdadera educación afectivo-sexual, mediante un procedimiento pier to pier que comienza a una edad muy temprana con la instauración de las dinámicas que construyen lo que llamamos amistad. Es en ese patio donde se gestan las primeras amistades y donde nace la figura que, desde mi punto de vista, es el origen de parte del sistema monógamo: la figura del mejor amigo o amiga.
Así, cuando esta figura aparece, se ponen en funcionamiento (y repito que en edades muy tempranas, incluso en infantes de tres y cuatro años) los elementos clave de la monogamia clásica: dotar a ese mejor amigo o amiga de unos privilegios que establecen una jerarquía; el etiquetado que define ese vínculo como especial, distinto a los otros, que son solo amigos; la creación de dinámicas simbólicas (con sus correspondientes violencias) que establecen quién es el mejor amigo de quién, quién tiene y quién no tiene un mejor amigo o amiga; la supresión de la libertad individual de la agencia propia de cada niño, en pro de la fusión con el mejor amigo o amiga que genera el ideal imposible de la media naranja; y, por último, la falta de consciencia en la interiorización de todos esos procesos.
Me resulta especialmente reveladora la costumbre de ir a dormir a la casa del mejor amiga o amigo. Analizada desde una óptica deconstructiva, en ella encontramos muchos de los elementos que, más adelante, constituirán las claves de la convivencia de la pareja monógama clásica: compartir la alcoba, compartir la cama, compartir las horas de sueño. Pero, además de esta costumbre, también están las invitaciones a las fiestas de cumpleaños y, más adelante, las quedadas en el parque y a quién se incluye o excluye de los grupos de WhatsApp.
Las y los activistas que afortunadamente están escribiendo sobre los malestares contemporáneos derivados de estos temas, que son muchos y nos atraviesan día a día como si de una flecha incandescente se tratase, nos alertan de su origen en el capitalismo tardío, el catolicismo arraigado y el patriarcado latente. La monogamia, como escribe Vasallo, no es solo una práctica, es un sistema impuesto y afecta de manera profunda a las políticas de nuestros estilos de vida.
Para que los adultos no tengamos que desaprender de manera dolorosa muchas de las cuestiones relacionadas con los afectos y los vínculos, creo que resulta urgente mirar cómo estamos enseñando a nuestros niños y jóvenes a relacionarse en la escuela. Esa mirada incluye detectar las ausencias (sobre todo cuando el ocio, y estoy pensando en las series Euphoria o Sex Education, nos lleva mucha ventaja), así como proponer asignaturas y proyectos sobre la gestión de las emociones y las sexualidades, no solo de forma particular, sino también transversal, a través de todas las asignaturas y etapas escolares.
La escuela tiene la obligación de educar en estos temas y, de manera concreta, visibilizar las alternativas que existen, como la anarquía relacional o las diferentes formas de poliamor que ya están en boca de muchos. Porque, si la escuela tiene una función importante y fundamental, es la de tratar de enseñarnos aquello que nuestras familias o las series no nos van a contar, esas grietas del sistema que acaban por convertirse en caminos y que quizás nos lleven a encontrar otros modos de amar que no necesitan de días señalados para ser celebrados.
María Acaso es investigadora en arte y educación.
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