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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una ley educativa que nace sin alas

La norma trae más buenas que malas noticias, algunas inconcreciones y otras omisiones preocupantes. Pero, sobre todo, nace sin consenso

Lucas Gortazar
Alumnos en un aula.
Alumnos en un aula.Europa Press

Que la oposición iba a derogar la LOMCE cuando gobernara lo sabíamos todos desde el mismo momento en que se aprobó. Que su modificación era necesaria lo compartíamos muchos, incluyendo a varios responsables educativos de las CCAA donde gobernaba el PP. Pero solo los más optimistas creímos posible que esa nueva ley podía ser fruto de un amplio consenso. La recién aprobada LOMLOE forma parte de un nuevo capítulo de los fallidos intentos por situar a la educación como política de Estado y en un lugar privilegiado del debate público. La ley, tramitada el jueves pasado en el Congreso de los Diputados, ha sido aprobada con una mayoría muy ajustada. Trae más buenas que malas noticias, algunas inconcreciones y otras omisiones preocupantes. Pero, sobre todo, nace con una fuerte contestación y falta de consenso, cortando sus alas: limitará su impacto, y su duración en el tiempo.

  1. En primer lugar, la ley apuesta de manera decidida por pasar de un modelo memorístico y enciclopédico, donde aprobar es más importante que aprender, a un modelo competencial adaptado a las sociedades del futuro.
  2. Trae decisiones valientes para reducir la repetición de curso, una medida low cost para quien la toma, pero muy cara para quien la sufre o la financia.
  3. Mejora la flexibilidad del sistema mediante modificaciones organizativas, y abre la puerta normativa a un cambio profundo del modelo curricular.
  4. Además, sitúa el fenómeno de la segregación escolar, un problema relevante en muchas ciudades y ciertas autonomías, como uno de los retos que el sistema educativo deberá abordar en los próximos años.
  5. Finalmente, hace una apuesta decidida por un modelo de evaluación externa, integral y sofisticado, bien ligado al currículum, y orientado al diagnóstico y la mejora de los centros.

Pero no es menos cierto que la ley es poco concreta en otros aspectos de igual importancia. Se queda en una buena declaración de intenciones de expandir la educación de 0 a 3, pero de dudoso éxito, ya que el reconocimiento jurídico al derecho de una plaza sigue sin existir. Se atreve poco con la crucial transformación de las políticas docentes, dándose, eso sí, un plazo de un año para su complejísima reforma. Y habla de un calendario muy largo y poco concreto de las necesarias mejoras en financiación para alcanzar el famoso 5% del PIB (quien sabe si con la crisis de la covid y la caída del PIB ya lo alcancemos artificialmente en 2020, aumentando escasamente el gasto). Más aún, la ley no se moja en la cuestión de la mejora de la autonomía de los centros educativos ni afronta la profesionalización de los equipos directivos, lo que nos mantiene como excepción europea.

Pero quizás el elemento más nocivo es que la ley nace sin consenso. El proceso de elaboración, interrumpido por las elecciones de 2019, ha sido mejorable: se ha comunicado como una venganza a la LOMCE y no se han realizado comparecencias en la Comisión del Congreso, algo inédito que no debiera repetirse. Estos errores abrieron el flanco para el ataque frontal tanto de la escuela concertada como de la oposición. Bajo el ruido ensordecedor de la interminable batalla (ideológica) entre escuela pública y concertada, la señal que pasa desapercibida e ignorada es la caída demográfica y la pérdida de alumnos: menos líneas, menos centros y menos puestos de trabajo. En 2006, tiempos de bonanza económica y crecimiento demográfico, la escuela concertada sí apoyó la LOE, promovida por el PSOE.

En estos procesos de construcción de modelo educativo, el consenso es fundamental, y lo es por dos motivos. El primero, el más obvio, es que, sin consenso, la duración de una ley será corta; como ocurrió con la LOMCE, la oposición ya se ha comprometido públicamente a derogarla en cuanto vuelvan al gobierno. El segundo, quizás menos evidente, pero probablemente más importante, es la falta de implicación de quienes deben asegurar el recorrido y el impacto de la norma. La ley llega con tanto ruido mediático que, aun estando de acuerdo con ella, muchos profesionales y centros educativos le ponen la sordina, porque lo perciben como algo ajeno. Más aún las Administraciones que no comparten o critican esta ley. ¿Cómo lograremos reducir la segregación escolar en Madrid, de las más altas de Europa, si sus responsables autonómicos critican ferozmente la ley y hablan de “compensarla con una ley propia”? ¿Cómo lograremos reducir la repetición en lugares como Andalucía o Murcia, si sus responsables políticos no creen en ella y afirman que “está condenada al fracaso”? ¿Y cómo lograremos desarrollar un modelo de carrera profesional docente, algo mucho más difícil que aprobar una ley, y que requiere consensos entre Administraciones, universidades, sindicatos y patronales, en este contexto de guerra escolar? Nada de esto lograremos con una ley educativa con las alas cortadas.

Lucas Gortazar es Senior Fellow de Educación de EsadeEcPol. @lucas_gortazar

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