La vulnerabilidad del mercado eléctrico: ¡Es el gas, estúpidos!
La exposición a los vaivenes del precio no está ligada al grado de descarbonización del sistema
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Los europeos solemos hacer bandera de nuestro mercado energético como modelo a seguir frente a los desafíos del cambio climático. Y no es para menos: en las últimas décadas, Europa ha logrado notables avances en la integración de energías limpias, hasta el punto de que, de media, cerca del 60% de la generación eléctrica del continente procede de fuentes libres de emisiones. Sin embargo, esta conquista, que a menudo exhibimos con orgullo, convive con una realidad —recurrente invierno tras invierno— que es menos amable: la escalada de la factura de la luz. Así, España, uno de los países a la vanguardia en generación renovable, ha registrado en diciembre y enero máximos en el precio de la electricidad, acercándose a los niveles alcanzados en plena crisis energética post-COVID. Una subida que, una vez más, coincide con un repunte del precio del gas, situado en valores similares a los del otoño de 2021.
Es cierto: el sistema eléctrico español (y, en general, el europeo) es vulnerable a las oscilaciones del precio del gas natural. Así lo confirma un estudio publicado en Nature Sustainability (Decarbonization and electricity price vulnerability), cuyos datos corroboran una realidad tan conocida como incómoda. Constatado este hecho, es fácil caer en una conclusión simplista: atribuir a las energías limpias la responsabilidad de esta vulnerabilidad —una tesis cada vez más recurrente en los discursos políticos de corte populista—. Dicho estudio revela, sin embargo, una conclusión bien distinta: la exposición a los vaivenes del gas no está ligada al grado de descarbonización del sistema eléctrico. Sirvan como ejemplo los casos de Noruega o Suiza, donde una altísima penetración de energías libres de emisiones convive con una vulnerabilidad mínima a las fluctuaciones del gas. En el extremo opuesto, Polonia presenta un mix energético dominado por el carbón (fuente muy contaminante), pero con una vulnerabilidad sorprendentemente baja. Y entre estos dos polos, todo un abanico de países que combinan una elevada presencia de fuentes limpias con una notable exposición al gas, o viceversa. Los datos desmontan el relato fácil: ni la transición energética es la causa de esta vulnerabilidad, ni su reversión, la solución.
La clave radica en vislumbrar qué papel juega el gas natural en cada caso. En el actual sistema de precios marginalista (vigente en toda Europa), basta con que una ínfima parte de la demanda se cubra con esta fuente para que su precio determine el precio de toda la electricidad generada. De ahí que, cada vez que ello ocurre, el mercado eléctrico quede a merced de las oscilaciones del gas. Un ejemplo tan paradójico como paradigmático es el caso de Francia: pese a su histórica apuesta por la energía nuclear —una tecnología libre de emisiones (aunque no exenta de desafíos)—, el país presenta un índice de vulnerabilidad superior a la media europea. La razón es clara: en las horas punta, su amplio parque nuclear no logra cubrir toda la demanda, lo que obliga a recurrir a centrales de gas. Un caso que desmonta el discurso de quienes presentan la energía nuclear como la solución definitiva a esta problemática. Algo similar ocurre en los países europeos con mayor índice de vulnerabilidad —Portugal, España, Italia y Grecia—, mercados con una alta penetración de renovables intermitentes que, al igual que Francia, dependen del gas cuando la generación renovable cae y/o no es suficiente.
Ya sea por la disponibilidad de recursos, como en el caso noruego, o por decisiones de política energética y climática, como ilustran los (antagónicos) casos polaco y español, los sistemas eléctricos en Europa son profundamente diversos. Y esta heterogeneidad deja una lección clave: las políticas para mitigar la vulnerabilidad deben ajustarse a la realidad de cada país. Y ha de ser así no solo en la aplicación de medidas de corto plazo, pero también (y de manera quizás, más acuciante) de cara a diseñar reformas estructurales a medio y largo plazo. Como ejemplo de las primeras, cabe mencionar el tope al precio del gas de 180 euros por megavatio hora (MWh), fijado de manera uniforme para toda la Unión Europea en diciembre de 2022. Aunque concebido como un mecanismo de alivio, su aplicación deja igualmente expuestos a ciertos países, al no diferenciar entre sistemas eléctricos con características muy dispares.
En el ámbito de las reformas de mayor calado, esta realidad invita a replantear el diseño del sistema marginalista. No porque no funcione: este mecanismo ha demostrado su eficacia a la hora de generar incentivos adecuados en el mercado. Sin embargo, la interdependencia entre el gas natural y la generación renovable intermitente —una realidad particularmente evidente en el caso español— convierte a las oscilaciones del precio eléctrico en munición fácil para discursos populistas que intentan desacreditar las renovables. Un riesgo que amenaza con deshacer años de avances en el desarrollo de la solar y la eólica. El camino a seguir parece más bien el marcado por la conocida excepción ibérica, implementada por los gobiernos de Portugal y España en junio de 2022. Este mecanismo ha demostrado que es posible amortiguar las oscilaciones del mercado sin alterar sus fundamentos esenciales. El rediseño del sistema eléctrico, de producirse, debe hacerse en esta dirección: introduciendo mecanismos que permitan aliviar los precios en momentos críticos —aunque ello implique un leve aumento en periodos más estables— sin distorsionar el orden natural de la oferta. Un orden que, con sus imperfecciones, ha permitido a Europa avanzar en la transición energética.
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