Enfrentarse a la deuda pública
Sin un aumento sustancial de la productividad, la sostenibilidad del apalancamiento a medio plazo queda en entredicho
Tras los choques de la pandemia y la guerra en Ucrania, e inmersos en un período de todavía alto crecimiento nominal del PIB global, la deuda pública se sitúa en niveles históricamente elevados en la práctica totalidad de economías. Las proyecciones para lo que resta de década no son halagüeñas: la ratio de deuda sobre el PIB subirá del actual 110% al 127% en 2029 en economías avanzadas (aumento liderado por EE UU) y crecerá desde el actual 69% al 80% en economías emergentes (con China a la cabeza). El extraordinario crecimiento de ingresos asociado al brote inflacionista de 2021-23 se diluirá con la moderación de esta variable. El gasto público y los déficits primarios estructurales en las economías avanzadas siguen siendo abultados, superando con creces las previsiones prepandémicas. Sin un aumento substancial y sostenido de la productividad, la esperanza en un mundo de acelerado cambio tecnológico, la sostenibilidad de la deuda pública a medio plazo queda en entredicho.
El complejo panorama geopolítico —que traerá un fuerte aumento del gasto en defensa—, tipos de interés e inflación posiblemente más elevados, y los enormes desafíos que enfrenta una sociedad longeva —que dificulta gravemente la consolidación fiscal—, generan inquietud creciente entre académicos, bancos centrales, organismos internacionales e inversores. Los riesgos que plantea esta situación y las posibles soluciones —ninguna fácil y todas con costes— son el objeto de este artículo.
Los tipos de interés definen el coste de la deuda y su evolución frente al crecimiento de los ingresos es clave para la dinámica de la deuda. Tipos históricamente bajos entre 2014 y 2021 permitieron a los gobiernos financiar su déficit y refinanciar la deuda con relativa facilidad. La masiva inyección de liquidez y las compras de deuda por parte de los bancos centrales actuaron en la misma dirección. La fuerte recuperación del crecimiento del PIB postpandemia y una inflación muy elevada ha permitido que el crecimiento de los ingresos fiscales compensara la subida de los tipos de interés, estabilizando (e incluso reduciendo) las ratios de deuda sobre el PIB.
Estas facilidades se agotan. Se vislumbran niveles de equilibrio más elevados para los tipos de interés reales —al menos frente a la historia reciente—, una inflación en media más elevada y volátil, y crecientes necesidades de gasto público, derivadas del creciente coste de los sistemas de bienestar —castigados por una demografía regresiva y un bajo crecimiento de la productividad— y de un panorama geopolítico (política industrial, gasto en defensa). La necesaria transición energética se añade a la lista de factores de presión. Y el bajo apetito por reducir los hoy elevados déficits fiscales —haya o no elecciones de por medio— agrava el problema.
Hay riesgo, por tanto, de una prima por riesgo fiscal más alta y volátil en las curvas de tipos de interés, que incidiría sobre el coste de financiación de la deuda. La estructura de tenedores de la deuda es clave aquí y ya se vislumbran cambios: los inversores oficiales no residentes —en especial de países emergentes— están reduciendo su rol de financiadores de la deuda de economías avanzadas, al tiempo que aumenta el protagonismo de inversores privados con mayor sensibilidad-precio (tipo de interés) como hedge funds, fondos de inversión y pensiones y, en menor medida, hogares. Un mundo de sanciones, limitada cooperación multipolar y creciente fragmentación de relaciones comerciales y financieras empuja a muchas economías emergentes a buscar alternativas para su exceso de ahorro. La congelación de parte de las reservas del Banco Central de Rusia materializadas en activos de deuda de países occidentales ha servido de motivador.
La relación entre las políticas monetaria y económica se antoja crucial. Desde inicios del siglo XX, períodos de fuerte acumulación de deuda —motivados en crisis profundas— y seguidos de recuperación del crecimiento con inflación más elevada y volátil, hicieron necesaria la complicidad entre bancos centrales y gobiernos para conseguir la sostenibilidad fiscal (vía control de la curva de tipos de interés). Su repetición, situando los tipos de interés de mercado a medio y largo plazo artificialmente bajos y perjudicando a ahorradores e inversores, es hoy más probable.
La capacidad de la deuda pública para preservar su valor en términos reales; en otras palabras, de ser un depósito de valor estable, podría ponerse en entredicho. Las abultadas pérdidas acumuladas desde 2021 en bonos a largo plazo —caída del 40% en los bonos a más de 15 años del Tesoro de EE UU— refuerzan el temor de que la deuda podría ver su valor real erosionado a largo plazo por una combinación de su propia abundancia, una inflación algo superior y niveles de rentabilidad “capados”.
Frente a este panorama, los gobiernos deben actuar con decisión y celeridad. El vademécum de consenso incluye cuatro frentes de acción: ajustes fiscales graduales pero firmes que permitan una consolidación fiscal que reconstruya los colchones fiscales y contribuya a reducir las primas por plazo; reformas estructurales que contengan la presión del gasto en sanidad y pensiones mediante revisión de los derechos y otras medidas; mayor transparencia fiscal para permitir una mejor evaluación de los riesgos fiscales y orientación de la política fiscal a la innovación junto con reformas estructurales en apoyo del crecimiento de la productividad, con la inteligencia artificial como rol central. Un mayor crecimiento económico es la mejor receta para reducir la carga de la deuda a largo plazo.
Habrá que tomar decisiones difíciles, y cuanto antes. Compatibilizar la defensa del Estado del bienestar con las necesidades de inversión y gasto impuestas por el entorno actual y futuro, requerirá de fuertes dosis de valentía política. Las decisiones impopulares no son habituales salvo ante el precipicio. La inacción aumentará la presión de los inversores —los ahorradores— si se pierde la confianza en la capacidad de los gobiernos para refinanciar la deuda. Ello obligaría a tomar decisiones aún más graves. Las soluciones temporales y los parches podrían acrecentar la erosión de la deuda como depósito de valor estable, reduciendo más aún el rango de posibles soluciones no radicales, para las que nuestras democracias no están preparadas.
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