_
_
_
_
_

Por qué la productividad se ha estancado en España

La riqueza generada por cada trabajador es la asignatura pendiente de nuestra economía. Urge desarrollar medidas que hagan avanzar esta variable que es clave en la calidad de vida de un país

Productividad laboral
Charles Chaplin en la película 'Tiempos modernos' (Modern Times, 1936, EE UU).united artists (Collection Christophel/Contacto)

El debate político sobre la posible reducción de la jornada laboral ha vuelto a poner a la productividad en la picota. Antes de subir sueldos o reducir horarios hay que hacer algo con la baja productividad de la economía española, dicen unos. Sin un mínimo de bienestar para los trabajadores estamos condenados a perpetuar un modelo de país basado en precios y sueldos bajos, dicen los otros.

En una ciencia tan poco exacta como la economía, buscar a un ganador del debate es más difícil (y menos productivo, tal vez) que comenzar el análisis con los puntos en común de las dos posturas: que en todos lados la productividad es una variable clave para mejorar el nivel de vida y que a España le queda mucho por avanzar en este ámbito.

La primera premisa está fuera de cuestionamiento. Ganar productividad significa que los aumentos en la riqueza del país son mayores al incremento en horas totales de trabajo sumadas por la economía. Una condición imprescindible para financiar aumentos sostenibles en sueldos y mejorar las condiciones laborales sin reducir los beneficios empresariales.

Sobre la segunda parte, desafortunadamente, tampoco hay dudas. Como consignó en su informe de enero pasado el recién creado Observatorio de la Productividad y la Competitividad en España (OPCE), aunque la productividad total de los factores viene mejorando lentamente desde el año 2013, aun no ha recuperado la velocidad de crucero que tenía cuando estrenamos siglo. En España, la productividad total de los factores, —un concepto que se define como la diferencia entre la tasa de crecimiento de la producción y la tasa media de crecimiento de los factores utilizados para obtenerla—, fue en 2022 un 7,3% menor a la del año 2000, dice el informe, que compara ese pobre desempeño con el más positivo de Estados Unidos y Alemania, donde el indicador mejoró un 15% y un 12%, respectivamente.

Entre los sospechosos habituales figuran el siempre cuestionado peso económico del sector inmobiliario, la menor inversión de las empresas nacionales en capital intangible, las dificultades que enfrentan las pequeñas para crecer, y la excesiva importancia de sectores como la construcción o el turismo, con menos margen para introducir mejoras productivas. En palabras de Matilde Mas, del Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas (Ivie), cocreador, junto a la Fundación BBVA, del OPCE, “no hay un solo culpable, sino muchos aspectos en los que todas las partes tienen que trabajar para mejorar la productividad”.

Uno de esos aspectos es el gusto de familias, inversores y empresas a adquirir propiedades inmobiliarias pensando en la revalorización del activo antes que en maximizar su utilidad productiva. Entre 1995 y 2007, dice el informe, el alza de precios inmobiliarios contribuyó a que empresas de hostelería, de energía y de muchas actividades de servicios atrajeran inversiones enormes para adquirir naves, locales comerciales o despachos que resultaron poco productivos. “Estas inversiones desembocaron en excesos de capacidad no utilizada, que afloraron sobre todo cuando la economía entró en recesión”, explican desde el Observatorio.

Con más de 80% del tejido empresarial formado por pymes de menos de tres trabajadores, el reducido tamaño promedio de la empresa española es el otro gran culpable de la baja productividad, y es que cuanto más pequeñas, más dificultades tienen para incorporar nuevas tecnologías, profesionalizar la gestión, o acceder a mecanismos de financiación.

Mercado interior

Según María Jesús Fernández, economista del centro de estudios Funcas, frente al crecimiento de estas empresas rema en contra un Estado de las autonomías que ha fragmentado el mercado interior imponiendo un freno a la libre competencia por “los costes de atender a todas las regulaciones”. “Otro problema que desincentiva su crecimiento es el de las cargas burocráticas y regulatorias que empiezan a enfrentar a partir de los 50 trabajadores en plantilla”, explica. Antonia Díaz, subdirectora del Instituto Complutense de Análisis Económico, coincide en apuntar el tamaño promedio de la empresa española como un obstáculo a la productividad, pero no comparte las razones de Fernández. “Lo de los 50 empleados no está funcionando como un tope y eso se demuestra en que el número mediano de trabajadores en la empresa española está muy por debajo”, dice.

En opinión de Díaz, donde hay que buscar las trabas al crecimiento de las pymes es en la falta de acceso a los mercados de crédito, así como en una política impositiva que las deja en desventaja con relación a las grandes. Iniciativas como el kit digital van en el sentido correcto, dice, pero son limitadas por definición porque dependen del presupuesto de cada gobierno: “Las pequeñas empresas alemanas tienen una ventaja de la que carecen las españolas y es que allí sí hay un plan claro y continuado para ayudarlas a crecer”.

Otro argumento que suele esgrimirse para hablar de los problemas de productividad en España es la falta de capacitación de los trabajadores, un razonamiento que según la experta del Instituto Complutense es difícil de conciliar con “la sobrecualificación que hay y con todos los licenciados que salen de las universidades y no encuentran trabajo”. “No se puede echar la culpa de la baja productividad a los trabajadores cuando los ingenieros se están yendo fuera. El problema está en que las empresas no crean empleos con gran contenido tecnológico”, añade.

La comparación con otros países de Europa parece confirmarlo: las ocupaciones de cualificación elemental son mucho más importantes en la economía española (el 12,1% del total) que en la de países europeos como Alemania (7,7%), o Suecia (4,4%), según los datos del OPCE. España también puntúa mal en ocupaciones de alta cualificación, con solo un 35,9% frente al 46,7% de Alemania o al 57,5% de Suecia.

Todo el mundo está de acuerdo en que sin mejoras de productividad no puede haber incrementos sostenibles de salarios. También, en que la productividad del trabajo —la que se mide dividiendo el valor añadido bruto de la economía por el total de horas trabajadas— viene creciendo muy lentamente desde los años noventa. ¿Pero qué ocurre cuando esas mejoras, aun siendo humildes, no van parejas a aumentos salariales?

Eso es lo que según el economista Nacho Álvarez está ocurriendo en España, “donde los salarios reales están estancados desde principios de los años noventa”. “Esos crecimientos de la productividad, que hoy son menores de lo que eran hace 35 años, se están repartiendo de forma mucho más desigual, yendo a parar íntegramente al crecimiento de las rentas del capital y no a mejoras del salario real”, explica Álvarez, que entre los años 2020 y 2023 fue secretario de Estado de Derechos Sociales.

En su opinión, hay varias explicaciones posibles para entender por qué las mejoras en productividad no han revertido en el salario real. Una de ellas es que el cambio tecnológico puede haber generado “una apropiación desigual de las ganancias, de forma que los trabajadores poco cualificados tienen ahora más difícil incorporar las ganancias de productividad”.

Otra explicación atribuye la desconexión a la pérdida de importancia de la negociación colectiva, la erosión de la afiliación a los sindicatos, y la internacionalización de las cadenas de valor. En cualquier caso, la desvinculación que en estos años se dio entre las dos variables es, según Álvarez, el mejor argumento para acompañar a las políticas de mejoras en productividad con políticas de reparto de rentas.

No todas las empresas pueden permitirse reducir la jornada o aumentar el sueldo, pero las que sí tienen la opción deberían estudiar la medida como una forma de mejorar su productividad, dice Matilde Mas. Con mejores condiciones laborales se reducen los costes de supervisión (porque aumenta el temor a perder un buen trabajo) y se producen menos rotaciones de empleados, ahorrándole así al empresario el tiempo y dinero perdidos “en contratar y formar a nuevos trabajadores”.

“La idea no es nueva, viene de los años ochenta y se llama teoría de los salarios de eficiencia, cuyos padres son el premio Nobel [de Economía George] Akerlof y su esposa Janet Yellen”, explica Mas. “Para las empresas que tengan las condiciones necesarias para hacerlo, es una forma de ir hacia un empleo de mayor calidad en vez de al modelo de minimizar los costes, al modelo de lo barato... Países que cobren menos que España hay todos los que uno quiera”.

Un trabajador en una planta de la aceitera Deoleo en Córdoba. 
Un trabajador en una planta de la aceitera Deoleo en Córdoba. Angel Garcia (BLOOMBERG)

Capacidades directivas

La formación de los empleados en el puesto de trabajo no es el único intangible en el que fallan las empresas españolas. Otra gran deficiencia es la baja calidad en los puestos de mando de las empresas, una variable que siempre fue relevante y que en opinión de la experta del Ivie lo será aun más en el futuro cercano, cuando la inteligencia artificial fuerce a las personas que toman las decisiones en las empresas a diseñar formas de organización “más horizontales y con más iniciativa para los trabajadores”.

“Ahora mismo la contabilidad nacional considera estos capitales intangibles no como inversión, sino como gasto corriente, como quien compra lápices, pero la literatura lleva mucho tiempo subrayando que es una variable crucial para entender el mal comportamiento de algunas economías”, dice Mas. “En España, y por hacer un resumen un poco drástico, tenemos poco capital organizativo y demasiado inmobiliario”.

De los muchos males que aquejan a la productividad, ninguno tiene solución rápida. El exceso en propiedades inmobiliarias pesará durante muchos años en el balance de las empresas y a las inversiones en capital intangible les lleva tiempo convertirse en mejoras de productividad. Pero una política de fondo que no exige grandes desembolsos y genera círculos virtuosos es la mejora de las condiciones de libre competencia: nada estimula tanto la adopción de tecnologías y mejoras organizacionales como la posibilidad de que un competidor (más productivo) se quede con tu mercado.

Según Antonia Díaz, el trabajo por hacer para mejorar la competencia ha quedado en evidencia con “las dificultades de la Comisión Nacional de Mercados y la Competencia [CNMC] para hacer su labor”. En una mesa redonda que la Asociación de Profesionales de Cumplimiento Normativo convocó recientemente, los expertos señalaron la necesidad de reforzar el poder disuasorio de la CNMC incrementando el importe de la multa máxima a directivos (de forma que supere el actual límite de 60.000 euros), incluir la posibilidad de su inhabilitación, y aumentar la multa máxima a la empresa que incurre en practicas de mercado abusivas, fijada ahora en el 10% del volumen de negocio.

Claro que para eso la multa tendría primero que aplicarse. Según la memoria de la CNMC, una de cada dos sanciones a empresas incumplidoras en el año 2022 fueron revocadas por la Audiencia Nacional. De acuerdo con información publicada por Cinco Días, solo en lo que llevamos de 2024 el alto tribunal ha frenado, de manera cautelar o definitiva, sanciones a empresas por un valor conjunto de 287 millones de euros (la última multa de la CNMC que la Audiencia Nacional dejó en suspenso fue contra Apple y Amazon por restringir la competencia en su marketplace).

En opinión de Matilde Mas, hay una buena noticia para la productividad que ya podemos empezar a celebrar y es el cambio incipiente en la forma en que las empresas reaccionan a las crisis. España se distinguía de sus socios europeos con una sobreactuación en la política de despidos ante cada recesión, dice, lo que generaba a corto plazo un espejismo de mejor productividad (los que quedan empleados tienen que multiplicar sus esfuerzos para llegar a lo que antes hacían entre varios) y hacía perder a la empresa un capital humano valiosísimo por la formación que tenía sobre su puesto de trabajo.

“Con la puesta en marcha de los ERTE durante la pandemia, la respuesta fue comportarse como el resto de países occidentales, hemos dejado de ser los raros”, explica Mas. “Mantuvimos el empleo porque la alternativa, despedir a gente en la que habíamos invertido habría sido un destrozo enorme por la necesidad de incurrir de nuevo en los costes de incorporación, formación...”. Aunque en ese cambio de actitud la financiación estatal haya tenido mucho que ver, esta experta cree que “el mensaje ha calado” entre los empresarios.

Novedades fiscales

Otro cambio en marcha que podría tener repercusiones en el crecimiento de las pequeñas empresas, y por tanto en mejoras de la productividad, es el mínimo del 15% en el impuesto de sociedades que deberán pagar las corporaciones con facturación superior a 750 millones de euros. Acordada por la OCDE, la medida reduce parcialmente la desventaja competitiva que sufren las pequeñas al pagar impuestos más elevados. Todavía no se ha aprobado el proyecto de ley pero el Gobierno ya ha dicho que el gravamen mínimo tendrá efectos para los beneficios generados desde el 1 de enero de 2024.

Según Nacho Álvarez, también pueden generar un efecto positivo sobre los indicadores de productividad la docena de programas (Perte) que se han puesto en marcha desde 2021 para fomentar industrias con capacidad de tracción, como los microchips, el hidrógeno renovable, la automoción eléctrica y la descarbonización. “Una de las mejores políticas industriales que puede aplicar España en este momento es poner en valor el factor de atracción de la energía renovable”, dice el ex secretario de Estado. “España se puede situar en el contexto europeo como una economía capaz de producir energía notablemente más barata que los países de su entorno porque la mitad de nuestro mix energético ya es renovable”.

“Cuando desde el Estado se han hecho estas intervenciones para tratar de favorecer a determinados sectores tampoco tienen un gran éxito y terminan siendo más derroche que otra cosa, no solo en España sino en general”, contrapone María Jesús Fernández. En su opinión, sería más útil introducir medidas que corrijan la fragmentación del mercado interior, que eliminen trabas regulatorias para el crecimiento de las pequeñas empresas, y que mejoren las competencias mínimas de los estudiantes en resolución de problemas matemáticos y comprensión lectora, entre otras políticas.

Aunque reconoce avances en la legislación relativa al capital riesgo, la economista de Funcas también considera necesaria una regulación fiscal “que no castigue al que asume el riesgo de invertir en actividades de mayor contenido tecnológico y potencial productivo” si lo que se quiere es crear un ecosistema que favorezca “la generación de ideas y de inversiones en estos ámbitos de mayor productividad”.

Entre los años 2000 y 2022 la economía de España creció más que la de locomotoras de Europa como Alemania y Francia. A pesar de esa ventaja, la renta per cápita española se ha ido alejando cada vez más del promedio europeo: de acuerdo con los datos del OPCE, pasó de estar un 2,4% por debajo, en el año 2000; a estar un 14,4% por debajo, en el 2022. Esa incoherencia aparente es lo que ocurre cuando hay un atraso en productividad. Mientras otras economías europeas avanzaban haciendo mejor las cosas, España hacía crecer su PIB, entre otros factores, por los siete millones que ha registrado como aumento de la población. En un país con altos niveles de desempleo, cualquier estrategia que incorpore ciudadanos a la vida laboral es bienvenida. Hacerlo mejorando la riqueza generada por cada uno de ellos, lo es todavía más.

La IA y el riesgo de que la brecha crezca

Si ocurre como en otras revoluciones tecnológicas, la llegada de la inteligencia artificial (IA) mejorará en primer lugar la productividad de las 'start-ups' y de las grandes empresas, según el investigador de The Productivity Institute Dirk Pilat. Las start-ups, porque empiezan de cero incorporando la IA desde el principio. Y las grandes, porque tienen mejor capacidad en sus equipos directivos para adaptar la organización a los posibles nuevos productos y procesos que permita la tecnología. A Pilat, que antes trabajó para la OCDE como vicedirector en el área de Ciencia, Tecnología e Innovación, le preocupa que esa diferencia en el ritmo de adopción termine convirtiéndose en otra razón para agrandar la brecha de productividad entre grandes y pequeñas empresas. Un factor a tener muy en cuenta en un país como España, donde las pymes tienen tanto peso en el tejido productivo. 

Consciente de los riesgos de dejar sin regulación una tecnología que en el futuro no tan lejano podrá tomar decisiones médicas, legales, o de contratación, Pilat también habla de la necesidad de dejar espacio para que las empresas innoven en procesos y productos a partir de la IA. “Muchos de mis colegas estadounidenses dirían que Europa ha regulado demasiado rápidamente la IA, especialmente para un continente que no tiene ningún gran jugador en el sector”, dice. En cualquier caso, explica, todavía falta un tiempo para que empecemos a ver cambios inducidos por la IA en la forma de trabajar de empresas tradicionales, “no solo en Meta o en Google sino en pequeños bancos, tiendas y hoteles”.

Sigue toda la información de Economía y Negocios en Facebook y X, o en nuestra newsletter semanal

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites
_
Tu comentario se publicará con nombre y apellido
Normas
Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_