Razones para defender el impuesto sucesorio
En sociedades basadas en el mérito y el esfuerzo es un instrumento razonable de igualdad de oportunidades
Hace unas semanas, la Comunitat Valenciana aprobó vaciar de contenido el Impuesto de Sucesiones y Donaciones. Al presentar el proyecto de ley, su presidente declaró que “se acababa el impuesto a la muerte para los hijos, los cónyuges y los padres”. Seguía, así, la estela de Baleares, que introdujo una reforma similar antes del verano, y de otras comunidades que han ido reduciendo al mínimo su carga tributaria.
A pesar de su larga tradición, es uno de los impuestos menos populares en España. Parte de la población lo percibe como injusto, con una imagen muy arraigada de que castiga el esfuerzo de quienes acumulan riqueza para transmitirla de manera altruista a sus descendientes. La realidad, sin embargo, es más compleja. Si bien hay deficiencias sustanciales en su diseño, existen importantes razones que justifican su mantenimiento y, sobre todo, su mejora. Con un mínimo exento elevado o reducciones bien justificadas y tipos razonables, la gran mayoría de la población queda exonerada del impuesto o soporta un gravamen muy limitado. En sociedades basadas en el mérito y el esfuerzo, es, además, un instrumento razonable de igualdad de oportunidades.
Conviene, en primer lugar, tomar conciencia de su limitada incidencia en la mayoría de los países de la Unión Europea. En España supone poco más del 0,5% de la recaudación total. Eso no significa que no sea una figura relevante para determinados grupos de población. En algunos países, los impuestos sobre el capital representan un elevado porcentaje de lo que pagan los hogares más ricos, aunque con clara tendencia a la baja.
Dada la reducida magnitud de las cifras, cabe preguntarse por los motivos para cuestionar el impuesto. Una objeción tradicional es que puede dar lugar a doble imposición si los bienes heredados ya han sido gravados previamente con impuestos sobre la renta u otras figuras. Sus críticos argumentan, además, que puede ser una importante carga económica para quienes heredan propiedades, que podría resultar en la venta de activos heredados para cubrir la deuda fiscal. También se arguye que desincentiva la inversión. Asimismo, se dice que puede tener un impacto negativo en las empresas familiares si el coste fiscal de su transmisión es significativo. Otra crítica es que puede causar desigualdades, ya que las familias más ricas tienen más recursos para implementar estrategias de planificación fiscal, como la transmisión inter vivos de la riqueza o la afectación ficticia de bienes a la actividad empresarial.
Estos argumentos no entran en una cuestión clave, que son las diferentes motivaciones para acumular riqueza. Las personas ahorran por motivos tan variados como la cobertura de posibles riesgos a lo largo del ciclo vital, puro altruismo hacia sus hijos, otras personas o instituciones, o la acumulación de riqueza como un fin en sí mismo. Los motivos para transferir riqueza también responden a preferencias muy heterogéneas, lo que no siempre hace deseable un impuesto sobre esa transmisión. Determinados legados podrían ser gravados con tipos elevados sin generar grandes distorsiones, pero en otros sucede lo contrario.
En cualquier caso, algunas de las críticas citadas no están respaldadas por la evidencia empírica. Respecto a la doble imposición, no todas las ganancias de capital han sido gravadas anteriormente, porque no se han materializado o por haber encontrado vías de elusión fiscal. Además, utilizando ese mismo argumento, también habría doble imposición en renta y consumo, lo que no parece criminal. La crítica de la confiscatoriedad es también poco creíble, ya que si se diera sería recurrible ante los tribunales. Otros puntos son difíciles de contrastar, como los posibles desincentivos, dado que, al ser tan extenso el período de planificación fiscal, identificarlos correctamente es una tarea compleja. Aunque aumentos muy rápidos de la riqueza de una persona suelen tener efectos negativos sobre su oferta de trabajo, no hay evidencia concluyente del impacto de estos impuestos sobre la participación laboral. Tampoco es robusta la relacionada con la venta de negocios familiares por restricciones de liquidez debidas al impuesto, al estar la sucesión de la empresa familiar casi siempre exenta.
Existen otras razones que justifican que lo gravado no sea cero. Una primera es recaudatoria, ya que, aunque los ingresos generados son pequeños, su eliminación supondría o bien que otros impuestos aumentaran, que lo hiciera la deuda pública o que mermara la cantidad y calidad de los servicios públicos. Dados los niveles actuales de déficit y deuda, parece sensato no abandonar impuestos que pueden responder, además, a otros fines. Uno de ellos es añadir un componente de progresividad al sistema fiscal. La evidencia, aunque no unánime, es que estos impuestos son progresivos. Pese a su limitada recaudación, pueden reforzar la progresividad del sistema y ayudar a afrontar la consolidación fiscal.
Por otro lado, los riesgos de una creciente concentración de la riqueza son bien conocidos: inestabilidad social, erosión de la calidad institucional y pérdida de eficiencia global, entre otros. No es tan evidente, por el contrario, que la acumulación de riqueza revierta positivamente en un mayor flujo de producción y renta. Si a eso le sumamos, como muestran algunos estudios, que más de dos terceras partes de la desigualdad de la riqueza en España se explica por las herencias y que la mayor parte de esa riqueza tiene su origen en la desigualdad de oportunidades, no parece descabellado mantener este gravamen, tal como sucede en otros países.
Que esta preocupación se traduzca en un diseño óptimo del impuesto es otra cuestión, como prueba la variedad de elementos desigualitarios en el actual. Las diferencias en la carga fiscal entre territorios son grandes, la naturaleza de los bienes que componen la herencia puede dar lugar a niveles de gravamen muy distintos y el tratamiento es muy desigual según se trate de parientes de familias tradicionales o de quienes no lo son. En síntesis, al diseño obsoleto del impuesto se añade un mosaico de situaciones desiguales.
Como ha recomendado la OCDE y ha recogido el Comité de personas expertas para la reforma tributaria, las líneas de cambio están bien definidas: reducir las exenciones y desgravaciones menos justificadas, mantener un mínimo exento elevado y tipos moderadamente progresivos, limitar las diferencias en el tratamiento fiscal de los descendientes directos y otros herederos, establecer fórmulas más flexibles cuando falta liquidez y coordinar mejor las competencias normativas de las comunidades autónomas, asegurando al menos un impuesto mínimo homogéneo en todo el territorio común. Todo esto hace que sea mucho más aconsejable que la respuesta a estas necesidades se dé a través de una reforma del impuesto que mediante su eliminación de facto.
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