Cómo hemos cambiado
La transformación en una economía abierta es la clave de bóveda de otras reformas que han tenido lugar en España
Cómo hemos cambiado es el título de una elegante canción del grupo Presuntos Implicados que vio la luz a principios de los noventa tras su exitoso álbum Alma de blues. También es una inteligente forma de acercarse a explorar la realidad económica y social antes de tratar de anticipar, o al menos sugerir, los escenarios futuros que podemos enfrentar en marcos tan diversos y complejos como los que definen la sociedad actual. El efecto perspectiva, mirar con distancia cualquier fenómeno, ayuda en buena medida a entenderlos.
La transformación económica y financiera española, foco de este artículo, ha sido realmente destacable. Un libro de Afi (Analistas Financieros Internacionales), 35 años de economía y finanzas en España, que se publicará en breve, recopila y analiza una buena parte de esos cambios tan importantes, algunos de ellos difícilmente imaginables no tantos años antes. Aunque no sin dificultades y debilidades, todavía vigentes, la economía española se ha abrazado con éxito, cierto que de manera desigual, al paso marcado por las más prósperas y desarrolladas del mundo.
Sin duda, su transformación en una economía abierta, muy abierta en realidad, constituye la clave de bóveda de muchos otros cambios que han tenido lugar en estas décadas. Algo que, como es bien conocido, sólo fue posible tras la reinstauración de un régimen democrático que nos abrió las puertas a la integración europea a la que tanto debemos. Hoy en día la economía española no sólo ha avanzado sustancialmente en renta per cápita a precios constantes y en paridad de compra, el indicador sintético más expresivo de mejoras del bienestar, sino que con una perspectiva de varias décadas lo ha hecho también en términos relativos frente a nuestros pares europeos. De representar el 72% de la renta per cápita conjunta de las otras grandes economías europeas (Alemania, Francia, Italia y el Reino Unido) cuando nos incorporamos a la Unión Europea, a definir hoy en torno a diez puntos más. Bien es cierto que la reducción de esta brecha dista de haber sido uniforme en el tiempo. Su estrechamiento solo se produjo realmente hasta la crisis financiera internacional de 2008. El adverso impacto de aquella, muy superior al que sufrieron las economías de nuestro entorno, como también ha sido el caso durante la reciente pandemia, ha impedido en los últimos 15 años consolidar un progreso del bienestar relativo como el que tuvo lugar durante los 20 años previos.
Y no era fácil la tarea en ese primer periodo, cuando el punto de partida era una inflación en niveles muy elevados, tasas de desempleo insufribles y unos desequilibrios en la balanza de pagos, que se traducían en una permanente inestabilidad de nuestro tipo de cambio y que abocaba a la definición de tipos de interés extraordinariamente altos. Realmente el gran avance en renta per cápita se sustanció en los últimos 10 años de ese primer periodo, cuando tras la aceptación de nuestra incorporación a la moneda única gozamos del beneplácito y de la confianza de los mercados con condiciones financieras inimaginables hasta entonces. Tan inimaginables, que propiciaron una expansión irracional de nuestro mercado inmobiliario, de la demanda y de nuestro desequilibrio exterior, cuyas consecuencias hemos estado pagando desde la gran crisis financiera. De hecho, no hemos recuperado aún los niveles de bienestar relativo de entonces frente a nuestros homólogos europeos.
En definitiva, está claro que el progreso, como casi todo, dista mucho de ser lineal. Restañadas muchas de las heridas de la gran crisis, recuperados de los desequilibrios y de la pérdida de confianza en que esta derivó, cabe preguntarse por la existencia de motores que nos permitan reemprender el camino del cierre de la brecha respecto de los grandes países europeos comparables cercanos. Porque, desde luego, el mundo también ha cambiado, y los efectos adicionales inducidos de nuestra integración europea y de nuestra apertura al exterior (tan positivos) están agotándose o tienden ya a ser marginales.
El marco (el orden) internacional en el que estamos insertos, tras haber cobrado los dividendos de esa integración y apertura, también ha cambiado. El eje que conformaba la triada Estados Unidos, Europa y Japón ha devenido en una compleja relación en la que estos dos últimos se mantienen a la expectativa de una pugna (no sólo económica) entre las dos grandes economías actuales, Estados Unidos y China. Y en la que antes que después emergerá la India (este mismo año superará ya en habitantes a China) como tercer gran jugador, exponente del continuo afianzamiento de las economías emergentes. Por otra parte, las tensiones geopolíticas, en general, también se han agudizado y amenazan con socavar las bases del fenómeno de globalización que durante tanto tiempo ha estado impulsando el comercio internacional, y con él del crecimiento de la renta en el mundo. La reaparición de una crisis energética muy vinculada al afloramiento de algunas de esas tensiones geopolíticas, la cada vez más evidente crisis climática y el impacto brutal de la tecnología (y de las propias empresas tecnológicas) definen un puzle de difícil composición, en el que las empresas globales están perfilando la economía del futuro cada vez más que las propias acciones de los gobiernos.
Con todo, el papel y la orientación de estos continúa siendo central. Y ello a pesar de que (o quizás todo lo contrario) en Europa hemos delegado buena parte de esas acciones en organismos supranacionales que compartimos; delegación no “sólo” de la propia política monetaria, de la política comercial común o la de la competencia, sino de reglas y normativas de toda índole, cada vez más vinculantes, aplicables a piezas centrales del nuevo mundo como la energía, la sostenibilidad y la tecnología. El nuevo campo de juego será fundamentalmente este, pero la creación de las condiciones locales que favorezcan su desarrollo sigue siendo esencialmente nacional. Entre ellas, un sólido marco institucional, el fortalecimiento del capital humano con políticas educativas bien orientadas y eficientes, así como el despliegue de políticas que reduzcan la desigualdad. La desigualdad no es rentable, reiteraba Emilio Ontiveros, quien nos dejó hace poco y es coautor del libro al que aludíamos al inicio del artículo.
El reto ahora no es tan fácil de definir como ese “insertémonos plenamente en Europa” que ha guiado básica y eficazmente la acción política de estos últimos 35 años. Ahora sigue siendo condición necesaria, pero sólo una combinación acertada de las piezas mencionadas generará réditos adicionales que permitan continuar cerrando esa brecha de renta per cápita frente a los países de referencia. Otros diez puntos en los próximos 35 años no sería un mal resultado.
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