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Tripulaciones en régimen de esclavitud

La explotación laboral y la pesca ilegal siguen siendo prácticas comunes utilizadas por las flotas de muchos países

Explotación laboral
Protesta de pescadores ante la embajada china en Yakarta (Indonesia), en 2020.BAY ISMOYO (AFP via Getty Images)
María Fernández

El Agujero Azul (Blue Hole) es un área de gran diversidad a 200 millas de la costa argentina donde abundan calamares y merluzas. Es también el lugar favorito de especies icónicas en la región, como ballenas, leones marinos, petreles o albatros. Según Greenpeace, la mala gobernanza y la falta de protección de estas aguas internacionales hace que cada año las flotas pesqueras mundiales se dediquen al saqueo de sus fondos. Los barcos se aprovechan a menudo de trabajadores-esclavos enrolados con promesas ficticias de buenos sueldos. “El año pasado, mis compañeros de Greenpeace en Argentina fueron testigos de que había tripulantes de barcos asiáticos que llevaban allí dos años sin pisar tierra firme”, relata Celia Ojeda, portavoz de la organización ecologista en España. “No sabían ni siquiera que había habido una pandemia. Les habían quitado los pasaportes, estaban incomunicados de sus familias”.

La Organización Internacional del Trabajo (OIT) calcula que, como ellos, hay 128.000 marineros atrapados en barcos de pesca, a menudo en alta mar, un lugar caracterizado por el aislamiento extremo, las relaciones desiguales entre la tripulación y el patrón y la falta de supervisión de los gobiernos. Solo una veintena de países han ratificado el Convenio 188 para garantizar una edad mínima, reconocimientos médicos, contratos, salarios, horas de descanso, tiempo libre entre campañas, repatriaciones, prevención de riesgos laborales y seguridad social en el mar. Ahora, además, el colapso de las capturas en muchas zonas debido a la sobrepesca y el aumento del precio del combustible hacen que la presión en costes se pase a los pescadores a través de una mayor explotación.

“En la pesca se dan una serie de circunstancias que hacen que sea más fácil que se produzca el trabajo forzoso”, relata desde Madrid Félix Peinado, director de la OIT en España. “A menudo se utiliza a migrantes haciéndoles adquirir deudas y reteniéndoles salarios. El alejamiento físico que se produce en el mar hace que no puedan contactar con las autoridades, poner reclamaciones, etcétera. La regulación, además, se complica, porque entra en juego la de los países costeros, la de la bandera de los barcos, el país de origen de los pescadores…”, narra.

El periodista de The New York Times Ian Urbina recopiló esa violenta realidad durante cuatro años y la contó en el libro The Outlaw Oceans (Océanos sin ley; Capitán Swing). En él describe un sistema diseñado para fomentar la impunidad: marineros violados, torturados, encerrados en refrigeradores, obligados a pescar hasta la extenuación y completamente desprotegidos, porque cuando los Estados ribereños endurecen los controles, los buques ponen la proa a otros lugares. También retrata la delincuencia en muchos otros negocios que no tienen que ver con la pesca, pero sí con los océanos, desde el contrabando hasta los vertederos clandestinos de petróleo o a practicantes de abortos en el mar. La asociación LPN, de la activista tailandesa candidata al Premio Nobel de la Paz Patima Tungpuchayakul, ha sacado a más de 2.000 pescadores de la esclavitud que fueron engañados para trabajar en Indonesia. Su historia se cuenta en un aplaudido documental Ghost Fleet, y su ONG denuncia que la pobreza, unida a la demanda insaciable de mano de obra barata y la corrupción crean la tormenta perfecta para el abuso de los derechos humanos entre las olas.

Mientras, la producción mundial de pescado sigue al alza respaldada por la acuicultura y por una demanda que no deja de crecer. Para este año la FAO espera que aumente en el planeta un 1,5% hasta los 184,6 millones de toneladas. La pesca salvaje se mantendrá estable o crecerá ligeramente. Los ingresos por exportaciones pesqueras alcanzarán los 178.000 millones de dólares impulsados por el aumento de cosechas acuícolas de camarones en Asia, el de tilapia en Brasil o el salmón chileno.

El ejemplo europeo

Europa es, quizá, una isla en cuanto a la aplicación de mejores condiciones en la industria pesquera global. Ignacio Fresco, asesor de Oceana, explica que el reglamento de 2016 sobre pesca ilegal, no declarada y no reglamentada fue ejemplar para el resto del mundo. Y que gracias a él y a los certificados de capturas se puede tener cierto control sobre países productores a través de un sistema de sanciones y advertencias. “En una lata de atún, por ejemplo, se mezclan distintos tipos, y una buena parte suele proceder de flotas asiáticas, específicamente chinas, donde no sabemos lo que está pasando porque no aplican requisitos de trazabilidad”, explica Fresco. Cuando se identifica que un país productor no lucha contra el pescado negro entra en funcionamiento un sistema de tarjetas (amarillas o rojas, como en el fútbol) que activan mesas de diálogo y pueden llegar a excluir todos los productos pesqueros de un Estado del mercado comunitario. “Taiwán recibió una advertencia que se levantó porque se detectaron avances. Ecuador, Camerún, Panamá, las Granadinas… tuvieron tarjetas”, recopila de memoria.

China, dice, es el gran agujero negro de toda esta historia en cuanto a pesca ilegal. “Con ellos la UE no se atreve por miedo a una guerra comercial”, lamenta. Con los productos sobre los que se sospecha que han sido preparados por mano de obra esclava, las ONG piden a la UE que endurezca la regulación. En su lugar hay sellos, como el Atún de Pesca Responsable o Friends of the Sea, que fiscalizan las condiciones laborales que aplican los armadores. Pero en medio hay un gran vacío de intermediarios que importan pescado: “La UE se enfoca en productos concretos, pero debería ampliar el foco hacia las empresas, las embarcaciones y las regiones”, sostienen las ONG. Para eso se necesitaría un sistema de intercambio sólido de información entre los Estados. Una quimera, como retratan los escalofriantes artículos de Urbina.

Quizá sea cierto que no hay una solución clara para los problemas de océano, “porque todo nuestro mundo, nuestro sistema económico, nuestra geografía, son la causa”.


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Sobre la firma

María Fernández
Redactora del diario EL PAÍS desde 2008. Ha trabajado en la delegación de Galicia, en Nacional y actualmente en la sección de Economía, dentro del suplemento NEGOCIOS. Ha sido durante cinco años profesora de narrativas digitales del Máster que imparte el periódico en colaboración con la UAM y tiene formación de posgrado en economía.

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