Esta vez es diferente
Ahora se trata de saber si los gobiernos europeos tienen capacidad instalada para resolver los problemas
En 1988, Robert Lucas apuntaba que cuando uno comienza a estudiar el desarrollo económico, no puede pensar en ningún otro tema. Algo parecido nos está pasando desde que Putin invadió Ucrania y la guerra nos puso frente a los retos morales, políticos y económicos más complejos que le ha tocado vivir a esta generación. Desde febrero de 2022 no podemos dejar de pensar en cómo y hasta cuándo esta guerra está cambiando el mundo en el que bastantes eran felices sin saberlo.
La sensación generalizada es que mucho, no solo por la intensidad del choque, sino porque hay dudas razonables de que las políticas tradicionales de control y mitigación de daños vayan a ser efectivas. Esta desconfianza no es inédita. Suele ocurrir en todas las crisis, y para vencerla la respuesta habitual pasa por una forzada “innovación” de los enfoques e instrumentos tradicionales. Es lo que nos ocurrió cuando enfrentamos la Gran Recesión y descubrimos los estímulos monetarios (QE) o, más recientemente, en la pandemia cuando los estímulos fiscales de los gobiernos soportaron las economías.
Pero esta vez, todo parece diferente. No estamos ante el estallido de una burbuja financiera ni frente a un virus, sino frente a un mundo que ha pasado de la interdependencia y la cooperación a una competencia geopolítica en la que los datos, las finanzas, el comercio o incluso las declaraciones políticas son susceptibles de convertirse en un arma. Las sanciones a Putin, la guerra comercial entre China y Estados Unidos o la triplicación del precio del gas en Europa como consecuencia de la reducción del aprovisionamiento ruso son recordatorios de lo mucho que ha cambiado el mundo en pocos meses.
Aunque no estemos en un escenario de conflicto bélico abierto —salvo en Europa, donde la guerra es una trágica realidad—, las amenazas que penden sobre nuestra sociedad son globales, reales y visibles. La recuperación se está desacelerando, la inflación ha retornado a niveles muy elevados, no vistos en tres décadas. Las políticas monetarias se están ajustando drásticamente, lo que tendrá consecuencias sobre el crecimiento, el empleo y la solvencia futura de familias, empresas y gobiernos. Y las expectativas son que lo peor está por venir.
No es por tanto sorprendente que gradualmente hayamos comenzado a considerar como “aceptables” políticas que hasta hace poco eran impensables. Por ejemplo, la introducción de subsidios y rebajas impositivas a empresas y familias para aliviar su factura energética, el anuncio de la revisión del mercado europeo de la electricidad, el establecimiento en la UE de precios máximos al gas, la prórroga en Alemania del funcionamiento de varias centrales nucleares o la recomendación de reducir en los próximos meses en un 15% el consumo de gas.
Gran parte de las reacciones a estas medidas se han concentrado, en su previsible eficiencia, en su sostenibilidad a medio plazo o, correctamente, en su impacto sobre la equidad. Pero posiblemente estas evaluaciones hayan sido excesivamente parciales. Lo que está en juego no es si Europa puede pasar el próximo invierno, si el PIB pierde un tercio o la mitad de lo que se dejó en la Gran Recesión o si la persistencia de la inflación va a llevar al BCE a que su tipo terminal sea del 3% o del 5%.
De lo que realmente se trata es de si la UE y los gobiernos europeos tienen capacidad instalada para resolver los problemas que realmente afectan a la vida de sus ciudadanos. Y si la tienen —o, en el entretanto, la crean—, si van a ser capaces de coordinarse entre ellos y con el sector privado para dar una respuesta que sea la mejor de todas las posibles.
Un plan que, partiendo de la incontrovertible realidad de que durante un largo periodo vamos a tener menos energía, reconozca que ese problema no lo puede resolver ningún país, ni con medidas ad hoc ni en solitario. Es un empeño europeo que exige múltiples y complejas políticas —de oferta, de demanda y de apoyo a los sectores y hogares más vulnerables— y que, aun si se minimiza, todavía tendría que demostrar que ha hecho posible que del proceso emerjan gobiernos e instituciones europeas más creíbles a los ojos de una ciudadanía que, se haga lo que se haga, en conjunto se va a empobrecer. Hace falta visión y decisión, pero también liderazgo y aterrizar las expectativas. No será ni barato, ni fácil, ni popular.
No es tanto que estemos caminando hacia una “economía de guerra” como de que perdamos la guerra y la democracia vea caer su arraigo y legitimidad. Exactamente ese sería el mayor triunfo de Putin, y por ello va a hacer todo lo que esté en su mano para conseguirlo.
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