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POLÍTICA MONETARIA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Mástiles y sirenas

Para España, los fondos europeos siempre fueron cruciales en su modernización, pero ahora son algo más

Maravillas
Maravillas Delgado

Ángel Rojo escribió que la principal función de los economistas era recordarles a los hacedores de política que los Reyes Magos no existían. Toda política pública tiene múltiples consecuencias que deben ser evaluadas a fin de asegurar que sus beneficios son superiores a sus costes a corto y medio plazo. No es fácil superar esta simple regla. En democracia, el riesgo de anteponer aquellas políticas con efectos favorables inmediatos sobre los votantes actuales, sin considerar sus posibles costes futuros, es alto. Para minimizarlos, al igual que hiciera Ulises atándose al mástil de su nave antes de que las sirenas comenzaran a cantar, se crearon los bancos centrales independientes y las reglas fiscales.

El aprendizaje de los errores —y, sobre todo, la necesidad— ha reducido la rigidez inicial de estas innovaciones institucionales. En los años previos a la Gran Recesión de 2008, los mercados aprendieron que los bancos centrales habían sustituido su desagradable función de retirar el alcohol antes de que la fiesta se desmadrara por la más modesta tarea de esperar al inevitable estallido de la burbuja para inmediatamente tratar de crear las condiciones propicias para la siguiente expansión. Así nacieron el quantitative easing y la era de ultrabajos tipos de interés. La pandemia y la necesidad de inyectar estímulos que evitaran el derrumbe del sistema económico, por su parte, trajeron la suspensión de las reglas fiscales que limitaban los déficits y la sistemática acumulación de deuda pública.

Ambas fueron decisiones inevitables, pero también acertadas: tras los dos mayores shocks en un siglo, la economía sigue en pie y la recuperación se está produciendo. La flexibilidad, sin embargo, ha tenido consecuencias. La geopolítica, el nuevo shock energético, la disrupción de las cadenas de suministro y la magnitud de los estímulos fiscales se han traducido en la reaparición de la inflación —quizás temporal, pero probablemente persistente— y en desequilibrios fiscales significativos y generalizados.

Sabemos cómo hacer frente a ambos problemas. Para anclar las expectativas inflacionarias hacen falta reformas y cambios estructurales, pero sobre todo que los bancos centrales puedan hacer su trabajo de forma independiente, “cueste lo que cueste”. Cuanto mayor sea la credibilidad que tengamos en ellos, mayor será su flexibilidad y menores tanto la duración del episodio inflacionista como sus costes en términos de riqueza y empleo perdidos. Y para reducir los riesgos que comporta una economía con elevados niveles de deuda y baja capacidad de respuesta a futuras perturbaciones hace falta contar con un plan de consolidación presupuestaria a medio plazo, gradual, creíble y suficiente. Suena a vieja escuela, pero en los grandes temas macro no hay más cera que la que arde.

Lo que no sabemos es si en estos años también nos hemos llevado por delante los consensos que hicieron posible la aparición de las instituciones antitentación. Eso es lo que comprobaremos en los próximos meses observando el comportamiento de la Reserva Federal y el BCE, o los debates que en la UE tendrán lugar en torno a la reforma del marco fiscal. Lo peor que nos podría pasar es que la fantasía y la polarización hicieran prevalecer la idea zombi de que toda subida de tipos de interés o cualquier paquete de responsabilidad fiscal irremediablemente abortará la recuperación.

No siempre diluvia cuando llueve. La existencia de un sólido Estado de bienestar en Europa ha permitido unas políticas de estímulo con características muy diferentes a las que EE UU se ha visto forzado a adoptar tanto en términos de volumen como de instrumentos. También han sido distintos los impactos sobre la equidad y la inflación. La respuesta del BCE puede beneficiarse de esta asimetría. Todavía más importante, los fondos Next Generation constituyen una gran oportunidad. Por una parte, porque los países que cumplan con su condicionalidad podrán mantener las reformas e inversiones necesarias para transformar sus economías. De otra, porque el impacto sobre la productividad de esas inversiones sostendrá el crecimiento incluso en el corto plazo.

Para España, los fondos europeos siempre fueron cruciales para su modernización, pero ahora son algo más. Son la baza en la que se puede apoyar para ser un protagonista creíble en el rediseño de las nuevas reglas fiscales europeas. Poder defender sin restricciones de ningún tipo que estamos totalmente comprometidos con la existencia y cumplimiento de un marco fiscal sólido y realista será mucho más constructivo que revolvernos contra los frugales. Aun mejor, teniendo reglas reduciríamos los extraordinarios costes de capital político doméstico que hoy exige la puesta en marcha de nuestras políticas públicas. Y tener consensos que nos unan, definitivamente, nos hace falta. A la vista está.

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