Transición geopolítica
Las tensiones entre EE UU y China ya han desbordado los límites de una mera guerra comercial
La recuperación económica está confiada a la remisión de perturbaciones de desigual alcance y control: del virus y sus mutaciones, de la normalización de la oferta y la logística en las cadenas de suministro, de la inflación y de las habilidades de los bancos centrales para domeñarla sin hacer excesivo daño al crecimiento. Pero hay otra dimensión que sigue haciendo valer su creciente influencia sobre las decisiones económicas de las empresas y de los gobiernos, lo que genéricamente se ampara bajo el enunciado de geopolítica. La alteración de los patrones de comportamiento en las relaciones entre las naciones, la emergencia de tensiones entre algunas de las más poderosas, la percepción cada día más explícita, en definitiva, de tensiones asociadas a una redistribución del poder político económico y militar en la comunidad internacional. Una alteración de las pautas, de las reglas y de la tradición, explícita tras la llegada de Donald Trump a la presidencia estadounidense que ahora cobra un protagonismo mayor y acerca sus consecuencias económicas.
Todo ello condiciona más que antes cualquier ejercicio de prospectiva económica, obligando a identificar las vías de impacto, desde luego, sobre el comercio, la distribución de los flujos de inversión, o sobre la senda de las finanzas públicas. Es necesario tomar en consideración un número de actores relevantes más amplio, pero también renovar la necesaria disposición de visiones interdisciplinares con el fin, cuando menos, de entender mejor el mundo por el que la economía discurre. No es el territorio más amigable para los economistas, pero no queda más remedio que afrontarlo. Es un ámbito más amplio que el que trataba de incorporar Mark Carney cuando definió hace años aquella “trinidad de la incertidumbre”: geopolítica, economía y política. La relación entre geopolítica y economía ya no se encuentra tan amparada en el determinismo clásico: ahora esas mutaciones están alterando concepciones asumidas como parámetros en los análisis. Los casos más evidentes son el relativo al alcance y extensión de la dinámica de globalización y las amenazas de confrontación con Rusia.
Las tensiones entre EE UU y China son el exponente más explícito y muy probablemente el que en mayor medida recabará la atención durante el año en curso. China es ahora la principal obsesión de la política exterior de EE UU. La llegada de Trump marcó el final de esa época dulce en las relaciones entre ambas potencias, cuatro décadas que median entre 1979 y 2019 que definen una época de constante integración económica entre los dos países y de China en la economía global. Son años de profundización de la globalización, de expansión del comercio y de cierto entendimiento entre las dos grandes potencias mundiales. A partir de las decisiones adoptadas por el anterior presidente de EE UU quedaron cuestionados aspectos centrales de la dinámica de globalización, como el respeto al libre comercio o la libre movilidad de los flujos de capital, al tiempo que se debilitaba el predicamento de las organizaciones multilaterales, desautorizando aspectos esenciales arraigados en el análisis económico y político desde la suscripción de los acuerdos de Bretton Woods, en 1944. El principal garante del sistema económico internacional daba un paso atrás.
Esa percepción de mayor introspección de EE UU quedó acentuada por su controvertida retirada de Afganistán que cuestionó la voluntad y capacidad de EE UU para seguir gestionando la estabilidad de las relaciones internacionales como en los últimos 70 años. Un debilitado predicamento que ha reforzado el papel de actores hasta ahora secundarios, como la propia China y Rusia.
Las tensiones entre EE UU y China ya han desbordado los límites de una mera guerra comercial. Sus derivaciones en la denominada “guerra fría tecnológica” han tomado la forma de una guerra fría con todas las de la ley, con manifestaciones en ámbitos más diversos de la rivalidad entre ambas naciones. Al amplio consenso entre los dos principales partidos políticos estadounidenses sobre la neutralización del ascenso chino le acompañan esas pretensiones del presidente Xi por hacer valer la envergadura económica y militar cobrada en las últimas décadas. Una primera fuente de inquietud, también sobre sus consecuencias económicas, es la verificación del ascenso de los presupuestos militares, incluidos los de países de la región, como Japón. En muchos casos amparadas en esas nuevas demostraciones de las autoridades chinas en torno a áreas conflictivas desde hace décadas.
Esta situación tiene lugar en un momento en el que se ciernen dudas razonables sobre la capacidad de la economía china para mantener su dinamismo. La emergencia de algunos desequilibrios, financieros de forma destacada, la más explícita intromisión del Gobierno en las actuaciones de las empresas, o la amplia desigualdad en la distribución de la renta y de la riqueza, avalan las dudas sobre la continuidad del modelo de crecimiento mantenido hasta ahora. Sus consecuencias para el resto de la economía mundial, al menos a corto plazo, conforman, en todo caso, un factor más de incertidumbre, de particular importancia para aquellas empresas que habían contado como una de sus premisas estratégicas con la absoluta complementariedad entre los mercados chino y estadounidense. Uno de los exponentes más ilustrativos a este respecto es el cuestionamiento del papel de esa economía en las cadenas de producción transfronterizas. En sectores como el automóvil o el de las tecnologías digitales, los semiconductores de forma destacada, la vuelta a casa, el reshoring, es una opción tanto más viable cuanto más atractivos son los subsidios que la propia Administración de Biden está ofreciendo para ello.
Contar con un deterioro del multilateralismo, con dificultades para la coordinación internacional en el cumplimiento de los compromisos sobre control medioambiental, han pasado a formar parte destacada de los mapas de riesgo al uso. Relevancia diferenciada cobra la mayor inseguridad tecnológica, uno de los catalizadores más importantes de esa transición geopolítica. Los riesgos de fragmentación digital ya no son tan remotos, y de su verdadero alcance solo podemos hacer por el momento poco más que algunas conjeturas.
Esas tensiones entre China y EE UU condicionan ya la capacidad negociadora en otros ámbitos como Rusia e Irán. La renovada cercanía entre China y Rusia forma parte también de esa transición geopolítica susceptible de complicar el panorama económico, directamente o a través de la escala de tensión ya evidente. El despliegue de tropas rusas en la frontera con Ucrania y las advertencias acerca del papel de la OTAN en los países del Este lleva esas tensiones a una Europa dividida acerca de su identidad militar. Las implicaciones económicas, más allá otra vez de las derivadas de variaciones en los presupuestos militares, se concretan en la seguridad energética de buena parte de Europa: de Rusia proviene el 40% de las importaciones de gas y el 25% del crudo.
Por si no fuera suficiente, entre las acciones que maneja la Administración estadounidense para contener ese conflicto con Rusia, está la posible desconexión del sistema Swift, la red que utilizan más de 11.000 bancos en todo el mundo para la realización de pagos transfronterizos.
Frente a esos escenarios Europa no puede mantenerse esquinada. Es razonable, por tanto, que esa transición geopolítica, a la que podrían acudir elementos adicionales, constituya una pieza central en la conformación del entorno económico relevante para muchas empresas, más allá de lo que ocurra en Ucrania.
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