Cainismo económico
Las economías pueden pasar a gran velocidad de la euforia al pesimismo: pero solo en España, cuando las cosas van bien, la percepción exterior se distancia tanto del interesado fatalismo interno
Una computadora, qué vieja palabra, derrotó por primera vez al campeón mundial de ajedrez allá por 1997. Ese fue el año del triunfo electoral del presunto socialdemócrata Tony Blair. Y del funeral de Diana de Gales. ETA seguía matando. Aznar soltó por aquel entonces un lema que hizo fortuna, “España va bien”. “Es una gran realidad: va bien. Lo voy a repetir una vez más porque hay quien no lo termina de entender: España-va-bien”.
Y sí, iba bastante bien. La economía creció más del 3% en 1997: como ahora. La tasa de paro era del 20%, el doble que la actual. Había nueve millones de empleos menos. Nueve millones de empleos menos: no es un gazapo. El déficit público era similar, aunque la deuda era del 60% del PIB, 40 puntos menos que hoy: cortesías de Maastricht. Rodrigo Rato, supuesto artífice de aquel milagro, acabaría años después con sus huesos en la cárcel. En un contexto internacional muy favorable (a diferencia del actual, con la geopolítica metida en una especie de guión de Marvel), Aznar supo contar una historia: a España le va de cine con el PP; la derecha gestiona mejor.
La izquierda presenta ahora números similares y en algunos capítulos incluso mejores sobre bases más sólidas (hay superávit comercial, por ejemplo, frente al déficit exterior de la era Aznar), pero nunca ha tenido ese talento para el relato. Por mucho que ese relato estuviera averiado: Aznar, pionero de la posverdad (11-M: “Ha sido ETA”), malvendió las joyas de la corona privatizando empresas públicas, y empezó a hinchar por aquel entonces una burbuja que estalló 10 años después; la economía española era un hermoso cisne nadando en un lago de nenúfares, pero ese cisne escondía bajo las aguas unas patas de monstruo.
Dos décadas después, España descolla en Davos, sorprende en los mercados asiáticos y aparece una y otra vez en los informes de los grandes bancos de inversión. La española es una economía agradecida: cuando pierde grasa se recupera a gran velocidad, más aún si acierta con las reformas. Especialmente la laboral, y específicamente los ERTEs, que han dotado de flexibilidad al mercado de trabajo, su tradicional talón de Aquiles. La última expansión tiene tres motores: el turismo, los fondos europeos y la excepción ibérica, unos precios energéticos que, de la mano de las energías limpias, son una especia de propulsor a chorro que tal vez haya venido para quedarse. Cuenta, además, con un airbag infrecuente: es un crecimiento compensado, sin graves desequilibrios, a diferencia de otras épocas de vacas gordas. The Economist acaba de elegir a España como la mejor economía del mundo en 2024. Y una docena de académicos de primer nivel internacional subrayan, en estas mismas páginas, ese radiante momentum. El contraste con el discurso conservador es brutal: “Nos dirigimos a una profundísima crisis económica”, dijo Feijóo a finales de 2022; se han creado 1,2 millones de empleos desde entonces. Daniel Lacalle, gurú económico de las derechas, pronosticaba un paro del 35%; estamos en el 10,6%. Después del covid, el mantra era que cuando se levantaran los ERTEs las lesiones económicas iban a ser durísimas; no hubo daños remarcables. Ayer mismo, el portavoz del PP en el Congreso, Miguel Tellado, decía que los españoles “son más pobres y viven ahogados en impuestos tras siete años de sanchismo”. Aunque la renta per cápita mejora. Pese a que la presión fiscal es inferior a la media europea. Qué más darán los datos si tenemos a mano una narrativa redonda con estupendos hechos alternativos.
“España va bien; los españoles, no tanto”. Ese era el título del editorial de este diario tras el discurso de Aznar. Las macrocifras pueden cantar una ópera de Wagner, pero en economía solo hay dos cosas seguras. Una: que cada uno habla de la feria según le va en ella, y el poder adquisitivo, pese a que se está recuperando, ha dado grandes disgustos en los últimos tiempos; ese malestar, sumado a la crisis de la vivienda, ensombrece ostensiblemente las percepciones. Y dos: que el péndulo girará tarde o temprano. Y llegará una de esas mordeduras en forma de crisis, y la miríada de apocalípticos que llevan años vaticinándola terminarán acertando. Cuando llegue la dichosa crisis, y llegará, España se arrepentirá de no haber mejorado más rápidamente el colchón fiscal; el Gobierno de coalición progresista ha sido incapaz de aprobar una reforma impositiva digna de ese nombre. El 1% más rico paga menos impuestos que la clase media-baja seis años después del aterrizaje de Sánchez en La Moncloa, según los datos de Fedea, un think tank liberal.
A esos dos líos se les suma un problema más profundo. En las tres expansiones que van en este siglo, casi todo el crecimiento viene explicado por el desempeño del mercado de trabajo (la mejora de la tasa de empleo y de la población activa), además de la inmigración. La productividad explica menos del 25% del avance del PIB en los últimos 25 años, según cálculos del economista Carlos Martínez Mongay: un avance que está por debajo de la eurozona, y muy por debajo de EE UU. La buena noticia es que la productividad habría repuntado desde la covid: al cabo, suele aumentar cuando los ciclos de bonanza se alargan, sobre todo si se invierte bien. La mala es que puede que haya alguna burbuja hinchándose en algún rincón. Funesta melancolía económica: las burbujas, si es que las hay, solo se distinguen de veras cuando explotan delante de nuestras narices.
Las economías, en fin, pueden pasar en un abrir y cerrar de ojos del milagro a ser vistas como un enfermo: Alemania es el último ejemplo de esa enfermiza aceleración. Pero solo en España, cuando va bien, la percepción exterior se desmarca tanto de la interna por una suerte de cainismo económico. Para amantes de las metáforas eficaces: los cainitas económicos son fácilmente detectables por el tonillo de Antiguo Testamento, por ese aire de plaga de úlceras, por ese perpetuo nudo de angustia tan característico.
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