“¡La Virgen! ¿Pero dónde están los melones en Villaconejos?”
El desplome en la producción provoca el desabastecimiento de estas frutas en muchas cooperativas del pueblo madrileño famoso por venderlas
Un corredor esprinta hacia Villaconejos, un pueblo de 3.363 habitantes al sur de Madrid, por el lateral de la M-324. Aminora el ritmo al pasar por la señal de bienvenida al pueblo, y vuelve a acelerar hasta llegar a la alargada sombra que proyecta el muro de cuatro metros de La abuela de Villaconejos - Paco Teja, una empresa familiar dedicada a la venta de melones y sandías durante más de 50 años que ha echado el cierre. El lugar siempre fue un hervidero de furgonetas de vendedores ambulantes que llegaban atraídos por los precios asequibles. Pero no queda nadie en el número 29 de la carretera de Colmenar de Oreja. No hay melones en Paco Teja, ni tampoco en el resto de Villaconejos, el pueblo más famoso de Madrid por el cultivo y la venta de esta fruta.
“Se veía venir desde hace meses”, apunta Andrés Góngora, responsable de frutas y hortalizas de la Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos (COAG) explicando la concatenación de problemas. En abril, cuando comenzó la siembra en Murcia, Almería o Alicante, escaseaba el agua: “La sequía nos ha impedido aprovechar unas 2.000 hectáreas de las 10.000 que existen al aire libre en estas zonas y que dependen casi en su totalidad del Trasvase Tajo-Segura”. “Para colmo”, continúa, lo poco que estaba sembrado, en Lorca o algunas zonas de Mazarrón, sufrió una tromba de lluvias torrenciales y granizadas. Después, las fuertes olas de calor perjudicaron las cosechas. En el caso de las sandías, añade Góngora, se suma además la exportación: “La gente no sabe que a diferencia del melón, cuya producción es para consumo nacional, el 50% de las sandías se venden fuera de España”.
En el almacén de José Luis Montero, intermediario de 56 años, natural de Villaconejos, hay una bandera de España gigante con el logo del toro de Osborne y la inscripción “Melón Montero, el mejor del mundo entero”. “Estoy sin nada, con mis cinco empleados en casa, esperando que pase la tormenta”, explica desde el montacargas amarillo que conduce entre las miles de cajas de cartón vacías de la fruta que importó de Brasil o Senegal a principios de año. Ahora le tocaría comerciar con la cultivada en Murcia y Almería. “A los precios a los que están vendiendo, no puedo permitírmelo”, se lamenta. “El melón está a 1,70 y hasta a 2 euros el kilo, y para que yo pueda funcionar lo necesito en torno a 50 céntimos. La sandía, tres cuartos de lo mismo”.
Un hombre entra apurado en la nave del negocio que Montero abrió en 1991. “Este se va a ir como ha venido, ya verás”, anuncia.
—Buenos días, ¿hay melones?
—Ni uno solo caballero. Ya lo siento, contesta Montero.
“Esto va a menos. Lo que más quiero en el mundo son mis hijos y no dejaría que se dedicaran al melón como su padre. Habrá que replantearse qué se está haciendo mal porque si no, los pequeños almacenes que hacemos de intermediarios estamos vendidos en cuanto vienen un poco mal dadas. Hay que regularizar los precios”, reflexiona el intermediario. El portavoz de la COAG insiste en que “hay que prever situaciones como la que se ha producido, con la existencia de unos contratos previos firmados con unos precios establecidos para que no se produzcan estos picos en los precios, sobre todo hacia abajo”.
En el almacén contiguo, pared con pared, la otra melonera de la familia Montero, Isabel, 57 años, hermana mayor de José Luis, dirige a los 15 empleados de El Copón de melón. Debido a los compromisos que tiene con varios supermercados y El Corte Inglés, ella sí se ha visto obligada a pasar por el aro de los precios desorbitados de los melones españoles o a recurrir a la fruta que llega de Marruecos con un coste menor. Desde el ventanal de su despacho, en lo alto del almacén, se asoma para comprobar que la cadena de producción funciona. “¡Oye!, ¡el rabo se corta!”, ordena. “¡Chicas!, el próximo etiquetado en cajas de Brasil, de cinco y seis melones con sello marrón, por favor”.
Su hija supervisa el trabajo en la nave donde el calor aprieta a 38 grados. En camiseta de tirantes y sudando, aparece Javier Adán, procedente de Mejorada del Campo (Madrid), que se acerca implorante a la joven.
—Por favor, decidme que tenéis melones de piel de sapo.
Isabel hija echa un vistazo a las cajas de cartón que la rodean y niega con la cabeza.
—¡La virgen! ¿Pero dónde están los melones en Villaconejos?
—Lo siento mucho, estamos bajo mínimos. Déjeme su teléfono y en cuanto haya algo, le llamamos.
“Lo que estamos viviendo es una subasta pura y dura”, afirma la madre. “En Murcia y Andalucía los agricultores que han podido sacar adelante sus cosechas se están enriqueciendo vendiendo sus melones al mejor postor. Eso nos destroza”, se queja. La melonera apunta otro problema: “El consumidor medio no está educado para elegir el mejor melón, se guía simplemente por el aspecto”. Cuando el año pasado El Corte Inglés quiso apostar por el melón mochuelo, propio de la zona de Villaconejos, pero algo menos vistoso, “fue un fracaso rotundo”, sostiene. El cultivo en la zona es actualmente testimonial y se centra en el autoconsumo. Los agricultores se transformaron en intermediarios y la etiqueta de Villaconejos sigue vendiendo, aunque va pegada en fruta murciana, andaluza, marroquí o senegalesa.
La meca del melón
Sobre las dos del mediodía, en un taller a la entrada del pueblo, José Luis Sánchez, 43 años, trata de arrancar un monociclo averiado sin demasiado éxito. “Los melones ya solo los quiero para comer. A mi padre le dejaron sin nada”, dice el mecánico.
Villaconejos se considera en la Comunidad de Madrid la meca del melón. Generación tras generación, sus vecinos desempeñaron el oficio de meloneros. Familias con casa en el pueblo que cuando llegaba mayo cargaban todas sus pertenencias en un camión para viajar a otras zonas de la Mancha, donde arrendaban tierras con vivienda y cultivaban melones “con la receta secreta”, dice Sánchez. De mayo a octubre se quedaba el pueblo vacío. “Aquello era un ritual”, continúa el vecino, “todos teníamos camas portátiles, para marcharnos cuando hiciera falta”. En el colegio había dos cursos: el normal y el de los meloneros. Para que los últimos pudieran ir a trabajar con sus padres, se aceleraban las clases y se adelantaban los exámenes. “Fue bonito al principio, pero terminó en ruina, como ahora”.
Sánchez no puede olvidar el último día que volvió al pueblo con su madre tras la temporada. “Al girar la cabeza en el asiento de atrás del R-4 vi a mi padre solo frente a una pila de melones que no había conseguido vender. De brazos cruzados, el hombre no sabía qué más hacer. Tanto él como las otras cuatro familias estaban en quiebra. Tuvieron que abandonar”, rememora.
El mecánico promete que hoy, como cada día, comerá melón —unas dos o tres rajas— le cuesten lo que le cuesten en el mercado. “El melón es una lotería, te arruinas o lo contrario. Todo depende de lo que pase ahí arriba”, dice mirando por encima de sus gafas y señalando al cielo. “Que llueva cuando tiene que llover”, se despide.
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