España, el euro y la incertidumbre convertida en estilo
Si Putin consigue alargar la guerra unos meses y cierra el gas en otoño, podríamos ver algo parecido a un caso Lehman Brothers en Alemania
Incertidumbre radical: ese sintagma define desde hace 15 años el turbulento estado de las aguas económicas internacionales, convertidas a menudo en una mezcla de mar de los sargazos y triángulo de las Bermudas capaz de tragarse cualquier cosa que se acerque. La economía ha convertido la inestabilidad en un estilo. A la Gran Crisis, que estrelló contra las rocas a Lehman Brothers y a medio sistema financiero global, le siguió la crisis del euro, que a punto estuvo de hacer naufragar a varias economías del Sur; justo cuando las sociedades salían de ese marasmo llegó una pandemia, y en las fases finales de la covid Rusia invadió Ucrania y volvió a meternos en esa ola envenenada de incertidumbre radical que no parece nada fácil de surfear. “Unos dicen que el mundo terminará en fuego; otros que en hielo”, dice un poema de Robert Frost. Tras década y media flirteando con una combinación de riesgos de deflación, empacho de deuda y estancamiento secular (el hielo de Robert Frost), el activismo fiscal y monetario acabó trayendo el fuego de la inflación. Los halcones vuelven a mandar. Los grandes bancos centrales del mundo no han tardado en enseñar las garras, con subidas de tipos que muy probablemente hundirán algunas economías en la recesión, y puede que incluso en crisis de deuda. La política de covid cero en China tampoco ayuda. Pero los tanques de Putin son quizá lo más preocupante: el conflicto en Ucrania ha disparado los precios de las materias primas —y eso deja hambrunas en el mundo en desarrollo y alzas brutales de los precios en todas partes—, y los próximos meses serán una suerte de montaña rusa para las economías europeas. Si Putin consigue alargar la guerra unos meses y cierra el gas en otoño, podríamos ver algo parecido a un caso Lehman Brothers en Alemania, con cierres de fábricas y un duro golpe al exitoso modelo de industria pesada altamente dependiente de la energía rusa (cortesías de Merkel). Y de paso un momento decisivo para Europa, con riesgo de recesión continental —Alemania pesa mucho en el PIB de la Unión—y riesgo para la unidad europea, que supondrá la enésima prueba de fuego para los mecanismos de solidaridad, esta vez con las reservas de gas como piedra angular de la posible crisis que se avecina.
Las malas noticias son que Rusia ya ha demostrado sobradamente que puede cerrar el grifo: acumula grandes superávits corrientes por la subida de precios de la energía y ha reducido el 40% de sus envíos de gas a Europa. Las buenas noticias siempre parecen palidecer. Pero también existen: el rápido ritmo de almacenamiento de gas ha sorprendido a los analistas, aunque es muy posible que a pesar de todo haya racionamientos y cierre de fábricas, en función de la crudeza del próximo invierno. Las sacudidas de los mercados en los últimos días juegan con esa situación de gran inestabilidad, con caídas en las Bolsas y agitación en los mercados de deuda centradas en los sospechosos habituales: Italia, España, Portugal y compañía, todo el frente Sur. El ministro de Finanzas alemán, Christian Lindner, ha demostrado esta semana que no aprendió demasiado de la crisis del euro al afirmar que no debería haber motivos de pánico por las primas de riesgo. Afortunadamente, el BCE tiene otra opinión. Aunque no llega con los deberes hechos ni tiene a Draghi en el puente de mando, sino en el camarote de los países problemáticos.
“Hay que detener la guerra para parar la inflación”, dicen ya con toda claridad las fuentes financieras consultadas. Hay muchas voces en Europa y empieza a haberlas también en Estados Unidos, aferrándose a ese discurso. No está tan claro que la alta política europea esté tan convencida. La visita a Kiev del canciller Olaf Scholz, el presidente francés Emmanuel Macron y el italiano Mario Draghi es, en apariencia, una muestra más de apoyo militar a Ucrania y la constatación de que Berlín y París apuntan a una entrada rápida del país en la UE, aunque nada de eso va a ser fácil en Bruselas. ¿Hay algo más? Think tanks como Eurointelligence especulan con que en esa visita puede haberse puesto sobre la mesa un oscuro quid pro quo: la promesa de una adhesión acelerada a la Unión solo llegará a cambio de un acuerdo con Rusia antes del invierno. Traducción bíblica: Europa empieza a verle las orejas al lobo; Alemania tiembla ante la posibilidad de que sus fábricas tengan que bajar la persiana. Ojo con eso.
España llega, como viene siendo habitual, relativamente mal equipada a esa encrucijada. Con una deuda pública muy elevada (que roza el 120% del PIB) que la convierte en diana ante una eventual crisis en los mercados si el BCE no se pone las pilas. Con un crecimiento todavía fuerte pero declinante, que aún no ha sido capaz de volver al nivel precrisis. Aunque también con un par de ases en la manga. Uno: el fuerte dinamismo del mercado laboral, que crece muy por encima de la economía y que, combinada con los fondos europeos, es una refrescante novedad cuando las nubes empiezan a asomar por el horizonte. Y dos: la baja dependencia de la energía rusa, aunque el reciente episodio con Argelia ensombrece esa ventaja. Las expectativas económicas, en fin, están de capa caída: no aquí, en casi todo el mundo. Y las expectativas acaban moldeando la realidad. Casi todo lo que ocurra en adelante, eso sí, depende de la guerra y del poco predecible Vladímir Putin. Los apocalípticos no han tardado en sacar a relucir sus trompetas, aunque por estos lares a alguno se le ve el plumero político: hay una legión de economistas que llevan meses hablando de una España en quiebra, que con una mano reclaman bajar los impuestos y con la otra avisan de la crisis de deuda. Soplar y sorber a la vez: todas las contradicciones son interesantes, pero esa es una contradicción interesada. Esos mismos economistas, además, reclaman condicionalidad en todo lo que haga el BCE para que someta a la economía española a una buena cura de adelgazamiento vía ajustes y reformas. El apocalipsis, en fin, casi siempre defrauda a sus profetas: “Parecía que el mundo estaba a punto de acabarse, pero no se acabó”, escribe Paul Auster en su última novela, a pesar de quienes parecen querer que se hunda España, a pesar del hielo y el fuego de Robert Frost y de todo ese iceberg de incertidumbre en busca de Titanic.
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