María Antonieta y las macrogranjas
Nadie sensato debe sujetarnos al dilema entre la abundancia impune de las macrogranjas abusivas y las hambrunas como norma, nada imposibles si volviésemos a la agricultura extensiva
María Antonieta no era una reina estúpida, pero... cuando, como cuenta la leyenda, le describen la insurgencia de la canaille parisiense, recomienda que se reparta pan. “No hay”, le responden. “Pues dadles brioches”, responde. El petit peuple siguió hambriento y ella, con su zafiote marido Luis XVI, perdió el cuello en la guillotina.
La pobre ignoraba lo que los historiadores posteriores tienen bien estudiado: la ley de rendimientos decrecientes de la agricultura —y de la ganadería— extensiva. En los siglos previos a la Revolución Francesa,”el aumento de la producción agraria no marchaba al mismo ritmo que la demanda”, escribió el más importante historiador marxista del siglo XX, Eric Hobsbawm (En torno a los orígenes de la revolución industrial, Siglo XXI, 1971) .
Esa ley describe, en resumen, que los agricultores (y ganaderos) ampliaron su perímetro de cultivo (y de pasto) a terrenos pedregosos, menos fértiles. Así que la productividad por unidad de superficie se redujo. Y como al tiempo se desarrollaba una explosión demográfica, a más demanda de alimentos, y oferta relativa menor, resultaba el hambre. Y de las hambrunas a las revueltas sociales hubo medio paso, como en los rebomboris del pa de 1789 en Barcelona, un alboroto entre tantas insurgencias del Antiguo Régimen (con mayúscula). La agricultura extensiva era incapaz de alimentar al continente, y éste se rebelaba.
En efecto, entre el año 1500 y el 1800 1a población europea se duplicó largamente, de 80 millones de habitantes a 190. Pero el rendimiento agrícola se redujo, por las nuevas roturaciones menos productivas, las guerras, las pestes y la extensión de la servidumbre. En la feraz tierra lombarda, a menos de un tercio en solo medio siglo (Roger Mols y Aldo de Maddalena, en Carlo Cipolla, Historia Económica de Europa, 2, Ariel, 1979).
Así que “el común del pueblo rara vez bebe vino, no come carne ni tres veces por año y usa poca sal”, describía en 1696 Vauban (El Antiguo Régimen. Pierre Goubert, Siglo XXI, 1971). Y un campesino razonaba “de la forma siguiente: mi granja no puede alimentar a más de uno o dos de mis hijos; los otros tienen que quedarse solteros o marcharse a buscar fortuna” (Rudolf Braun, en Estudios del nacimiento y desarrollo del capitalismo, Ayuso, 1971).
Para superar las hambrunas propias de la agricultura/ganadería extensivas —que algunos a toro pasado idealizan—, hubo que sofisticar la rotación de cultivos, generalizar los fertilizantes, desplegar los productos químicos antipandemias, impulsar la veterinaria, globalizar el comercio de nuevas plantas y especies de ultramar, mejorar los pastos y especializar las granjas artesanales... así como luchar contra la servidumbre, especialmente en Europa oriental.
Fue un proceso desigual, a lo largo de los años y de los distintos países, que dio como resultado la irrupcion de la agricultura y la ganadería intensivas. La mítica trashumancia ganadera organizada por la Mesta castellana, de reses a la búsqueda atlética de nuevos pastos y temperaturas más propicias, quedó en el baúl de los recuerdos.
El abuso, hipertrofia y excesos en el subsector agropecuario intensivo, sin embargo, generaron brutales externalidades negativas. O sea, efectos colaterales indeseados. Como los daños al medio ambiente (purines), a la calidad cárnica (engorde artificial), al bienestar animal (insólitas restricciones espaciales). Urgen más reglas y controles.
Pero nadie sensato debe sujetarnos al dilema entre la abundancia impune de las macrogranjas abusivas (aunque las hay de todo tipo) y las hambrunas como norma, nada imposibles si volviésemos a la agricultura extensiva o a la dulce y trágica poética de las cuevas de cazadores y pescadores de Altamira. El falso ecologismo de fin de semana pijo es tan o más reaccionario que la arcadia carlista y que las cruzadas políticas ultraderechistas. Con la venia: peor aún si se disfraza de marxismo, versión vulgata.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.