El día después: Lo público
La crisis de la COVID-19 y la Gran Recesión han demostrado que la capacidad de autocorrección del sistema económico es limitada; que para evitar males peores es necesaria la acción de las instituciones públicas
Seguimos con la saga anticipatoria de lo que puede ser el paisaje después de la batalla. Intentamos anticipar, como sugerí en el primer artículo de la serie, cómo puede ser el mundo, el sistema económico, cuando llegue la normalidad, si es que llega algún día. Hablamos en la entrega última que todos estaríamos mucho más endeudados. En el presente artículo trato de conjeturar que el papel de las instituciones públicas será algo mayor que antes de la pandemia.
Las crisis nos remiten en muchos casos a cuestiones básicas. En las décadas previas al desencadenamiento de la crisis en 2008, durante esa larga etapa de gran complacencia denominada “la gran moderación”, muchos macroeconomistas creían a pie juntillas que habíamos controlado las discontinuidades cíclicas. “Las depresiones eran cosa del pasado”, sentenció el profesor de la Universidad de Chicago Robert Lucas en 2003 con ocasión de su alocución presidencial en la American Economic Association: “el problema central de la prevención de las depresiones ha sido resuelto a todos los efectos prácticos”, afirmó. Se consideraba que una de las consecuencias de ese perfectamente lubricado comportamiento del sistema tendría que ser la definitiva marginación del Estado, de las instituciones públicas, de la actividad económica.
En estas estábamos cuando llegó la Gran Recesión consecuente con la crisis del 2008 y ahora ésta en la que estamos instalados, derivada de la Gran Reclusión, todavía sin una caracterización definitiva más allá de su origen pandémico, pero no menos severa que aquella. Ambas han demostrado que la capacidad de autocorrección del sistema económico es limitada; que para evitar males peores es necesaria la acción de las instituciones públicas, ya sean los bancos centrales o directamente los gobiernos. Tanto para coordinar acciones como para comprometer recursos públicos en apoyo de la actividad económica o de las propias empresas.
Pero más allá de esa acción compensadora, estrictamente keynesiana, de los vaivenes en la actividad económica, la acción de las instituciones públicas, de sus presupuestos, nos ha demostrado que vuelven a ser necesarias para sacar las castañas del fuego en ámbitos tan delicados como la gestión sanitaria o el restablecimiento del tráfico aéreo y el salvamento de las correspondientes aerolíneas. A estas alturas de la crisis, muy lejos del definitivo asentamiento de la recuperación, el gasto público en las economías avanzadas habrá alcanzado una importancia sobre el tamaño del PIB sin precedentes en épocas de paz.
La vulnerabilidad que ha revelado la pandemia ha reducido las dudas que podrían existir acerca de la necesidad de esa participación de las instituciones públicas en la disposición de esas redes de seguridad, incluso en el aumento de la capacidad de anticipación. En las economías del centro y especialmente del norte de Europa se acercan a esa cuestión desde un enfoque menos mediatizado ideológicamente, mucho más racionalmente: la cooperación aportará en determinadas circunstancias mejores resultados que la acción individual. Esta crisis ha servido para relativizar los llamamientos al adelgazamiento a ultranza de determinadas dotaciones públicas, como las que sirven para neutralizar pandemias como la sufrida. Lo que viene a continuación son las áreas en las que las instituciones públicas han revelado su utilidad y razonable es suponer la continuidad de sus funciones.
Sanidad. Mejor asumir la necesidad de la comunidad de vecinos para resolver problemas comunes que no renegar de ella antes de empeñarse en mejorar su eficiente funcionamiento. Esto es lo importante. Es difícil cuestionar la necesidad de la gestión sanitaria por los gobiernos en momentos excepcionales como el vivido. Incluso, al menos desde mi punto de vista, es difícil cuestionar la necesidad de fortalecer económicamente los sistemas públicos de salud para reducir el alcance de pandemias como la sufrida y sus costes humanos y económicos. Nadie en Europa está cuestionando la necesidad de fortalecer la inversión en esos destinos. Tampoco en España se pone en duda la conveniencia de aumentar las dotaciones de capital físico, humano y tecnológico del sistema sanitario. Los aplausos a los profesionales del sector son más consecuentes si van acompañados de instrumentos y dotaciones.
Estímulos a la actividad económica. A diferencia de lo ocurrido en la anterior crisis, en ésta ningún gobierno, ni mucho menos las instituciones europeas, han dudado de la necesidad de utilizar el presupuesto para tratar de neutralizar las peores consecuencias de la recesión que se venía encima. Desde medidas tendentes a facilitar liquidez a las empresas, a las directamente dirigidas a mantener el empleo con dinero público, han absorbido cantidades sin precedentes de recursos de los contribuyentes. Los déficits y la deuda pública han crecido de forma significativa. Los presupuestos que se atienden con gran celo y austeridad en los gobiernos más ortodoxos, han desplegado inyecciones de recursos públicos en cuantías sin precedentes y han pasado por alto apoyos directos a las empresas, en todos los sectores. Es el caso de Alemania, sin ir más lejos. Junto a algunos de los gobiernos de las principales economías de la Unión Europea han definido programas de apoyo a empresas en sectores como las aerolíneas, o el automóvil, pasando por alto las reglas de la ayuda de estado.
Bancos centrales. Las otras instituciones que han fortalecido su legitimación han sido los bancos centrales. Han capitalizado la experiencia deducida de la anterior crisis y han tomado buena nota de las amenazas singulares que esta crisis traía consigo. En algunos casos, han dejado al margen las apariencias, como ha hecho el Banco de Inglaterra pasando a comprar bonos emitidos por el tesoro británico directamente en el mercado primario. También la Reserva Federal, el Banco de Japón o el Banco Central Europeo han desplegado todas las posibilidades disponibles para evitar endurecimientos en las condiciones de financiación de los gobiernos, o riesgos de fragmentación financiera. El resultado ha sido esa ampliación de los balances de esas instituciones con bonos no solo públicos, sino también de empresas privadas, y no siempre con las mejores calificaciones crediticias. Esas actuaciones son un exponente más de la excepcional gravedad de la situación. De la correcta asunción por parte de los bancos centrales de que, a grandes males, grandes remedios. Como no podía ser de otra forma.
Agencias multilaterales. El protagonismo de las instituciones públicas también se ha extendido a las organizaciones multilaterales. Desde luego la Organización Mundial de la Salud (OMS), cuyo papel ha sido esencial y seguirá siéndolo, a pesar de las críticas de algún gobierno. Pero también el Banco Mundial o el Fondo Monetario internacional han acentuado sus actuaciones de cooperación, de apoyos a países con más dificultades. Si no queremos renunciar a las ventajas del comercio internacional, de la movilidad de las personas, de los capitales o de los datos, deberíamos fortalecer la gobernación de la globalización, el predicamento del multilateralismo.
Dentro de este ámbito debemos valorar el papel de las instituciones europeas, en marcado contraste con su participación en la gestión de la crisis de 2008. Además del adecuado comportamiento del BCE antes comentado, el Eurogrupo, el Parlamento y la propia Comisión han dado muestras de una inequívoca voluntad de contribuir a reducir las amenazas que siguen pesando sobre el bienestar de los ciudadanos.
Organización del Estado. Como consecuencia de esa necesidad de mayor protagonismo gubernamental, en algunos países se han suscitado como objeto de discusión la organización de los Estados, como es la conveniencia para la gestión de crisis como la suscitada por la pandemia, de modelos más o menos centralizados, más o menos federales. En ocasiones se han criticado las tentaciones autocráticas, de centralización del poder. Pero también han sido objeto de desconfianza la incapacidad para disponer de un sistema de gestión central, capaz de canalizar y asignar recursos con un criterio unificado.
Son asuntos todos ellos que vuelven a situarnos ante cuestiones básicas, algunas de ellas aparentemente superadas, pero que nos remiten a la propia naturaleza del sistema económico. Al mayor grado de “domesticación” del capitalismo, como han señalado algunos analistas. Ya habíamos tenido señales el pasado verano, tras la declaración entre otras de la Business Roundtable estadounidense, de que la sensibilidad sobre los propios objetivos de las empresas podría ser algo más que una operación de marketing. Ahora esta pandemia y la fragilidad que ha puesto de manifiesto, aconseja pensar más detenidamente en la cooperación, en la puesta en común de esfuerzos, en la coordinación por instituciones comunes, públicas.
Los gobiernos están obligados a responder a esas mayores exigencias y expectativas que los ciudadanos reclaman, incluida una mayor protección. Que lejos de reducir de forma indiscriminada sus tamaños, asuman algunas que hasta ahora quedaban fuera, como es precisamente la capacidad de anticipación, de prevención de situaciones como la sufrida. Eso significa pensar más en el futuro, trascender los ciclos electorales asumiendo acuerdos entre distintos partidos políticos que garanticen esas nuevas prioridades. Y, en todo caso, una mayor eficacia y capacidad de coordinación entre los distintos niveles de las administraciones públicas.
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